Estoy aterrado. Alguien me ha dicho que hay quienes leen esto que escribo pensando, yo, al hacerlo, en voz alta. Sin revisar ni corregir. Como el capitán, que pone los hechos desnudos, según ocurren, en la memoria del libro de bitácora, y allí van, como meras anotaciones destinadas a refrescar el relato en su día, si hay que explicarle a alguien alguna peripecia del viaje.
No cuidar el estilo produce, dicen un estilo peculiar, pero sólo para los que pueden lograr un estilo. Cosa que nadie es capaz de juzgar respecto de sí mismo. Nadie sabe si en realidad escribe de modo diferente y peculiar. Son los que leen, quienes tras de repetir lecturas de escritos de aquél, pueden opinar al respecto. Y seguro que lo hará alguien, en alguna ocasión y es posible que llegue a mis oídos. Eso es lo que me aterra. Porque duele que te digan de una mediocridad probable y probablemente al poco advertida, de que todos, empapados, tratamos de escapar siquiera sea por un pelo y que digan: pues mira, de tanto y tan vacío como escribe, se salva este libro, esta página, este párrafo, este fragmento de un tedioso poema.
“La libélula vaga de una vaga ilusión”, escribió Rubén Darío, en uso de su estilo, superpuesto al de su época, de que iba despegándose para matizar el modernismo y abrir hueco en el tiempo hacia lo que entonces era futuro de la poesía. Como casi siempre, hecho de polvo del pasado, puesto que ya hay en la Iliada, desde una perspectiva, y en la Odisea desde otra, atisbos de la musicalidad de párrafos y palabras que regresan en el barroco, impregnan a los postrománticos y desembocan como ahora mismo en ese espacio, entre la palabra y el melisma, que sirve de refugio a los poetas, un concepto, éste de poeta, en que caben los fracasados, incapaces de despojarse del peso de lo prosaico, pero en cuya vocación queda el implacable atisbo de belleza que deja haberte rozado con la lectura de algún texto genial de otro.
La belleza, como la luz, hace, donde toca, juegos de luz y sombra y produce inesperados reflejos de sí misma.
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