La vejez,
como el vino añejo,
debe tomarse a sorbos reposados,
no sea que o se atragante o me emborrache
con la súbita luz
que contiene
en el fondo de su tristeza.
La vejez es un ámbito
donde sólo los más fuertes sobreviven
y los débiles
poco a poco, se encogen, a medida
que cada día,
con cada nuevo dolor inesperado, un fallo
de las rodillas,
una caída, ese ahogo inesperado,
el recuerdo
de otro día radiante de cuando la otra vida de joven
vivimos en cada lugar,
mueren una, dos, cientos de veces,
hasta amedrentarse con la sola mención
de algo tan natural,
justo,
necesario,
como es la muerte.
La vejez es un privilegio más
que nos concede el buen padre Dios,
como nos permitió vivir,
sin ningún merecimiento nuestro que lo justifique.
La vejez es un tiempo para soñar,
imaginar,
esa otra vida que ésta
nos permite con su inconmensurable belleza,
taraceada de sufrimiento,
equilibrada
de dolor
como una deslumbrante paradoja.
La vejez es el umbral
de lo desconocido.
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