Tenemos, es inevitable, nuestras diferentes preferencias. Y cada cual las va dejando, si escribe con frecuencia, unas veces de modo explícito, otras tácito, en lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Leo escritos de un viejo conocido, ya muerto, e identifico sus manías, interlineadas en sus exquisitos textos. Coincidimos en unas, en otras no. El era más importante, mucho más conocido, entonces. Ahora, que yo soy más viejo, habríamos discutido, pero con la amabilidad del aprecio, y, ya dije, sólo respecto de alguno de sus puntos de vista, que sigo sin comprender.
Son escritos cortos, de modo que puedo intercalas, y acabar, otros dos libros, que no merecen comentario. A pesar de que uno de ellos es tan entretenido como casi todos los del mismo autor y los que escribe asociado a otro amigo suyo. No es, sin embargo, un libro que haga pensar. Al contrario, absorbe, una aventura tras otra, algunas inverosímiles, pero fascinantes. A mí me encanta leer los libros de estos dos socios, ambos los cuales escriben también, como en este caso, por su cuenta. Siempre entretienen.
Acabamos un libro y hay quien, como yo, los va alineando casi todos en las baldas, los “plúteos”, decía Azorín, de las estanterías de una pequeña, ya no tan pequeña, biblioteca. Ahí esperan la relectura total o parcial, la rebusca de un dato o de una cita. Impresiona, ahora, saber que todos estos libros y más, dentro de poco podrán coleccionarse en un disco duro de pocos terabites. Podremos ir con varios miles de libros bajo el brazo, como cuando llevábamos uno, recién comprado, y en cualquier rincón, echar mano de un artilugio portátil, seleccionar cualquier libro de cualquier época y releer cualquier párrafo.
La primavera, recién nacida, la mece en sus brazos un sol radiante, engañoso, todavía a medias de enterarse de que es su turno, después de la nieve sobre que resbala todavía.
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