viernes, 25 de diciembre de 2009

Durante la tarde, volaron de nuevo este año los estorninos, Formaron su bandada y adornaron a su modo la tarde de Navidad. Porque es Navidad. El cura párroco incensó el altar y propuso un Niño para la adoración de los fieles. Un pueblo, se ha dicho, es el conjunto de sus leyes y sus costumbres. Quítese, a mi juicio, lo de las leyes. Un pueblo vive en sus costumbres, que son la vida misma del pueblo, el cauce por que discurre la vida de los habitantes que lo integran. Añadiré una vez más que en mi opinión la cultura de un pueblo es la manera de vivir de la mayoría de la gente que vive en él. Las leyes, en su conjunto, lo que los juristas llaman el ordenamiento jurídico positivo de un pueblo, no son más que la horma correctora de los incumplimientos de sus gentes, por lo que respecta a las obligaciones derivadas de las relaciones que han de entablar necesariamente con sus convecinos para sobrevivir juntos y asociados. El hombre, además de serlo, es el grupo en que vive, integrado en comunidad con sus muertos y sus nasciturus. Cada hombre es todos los hombres, como cada cosa creada es su universo. Tal vez sea esa la razón, o parte de la razón de que se parezca tanto el funcionamiento de lo más pequeño imaginable con lo inimaginable mayor de la creación, o, si se prefiere, del universo que nos contiene. Vuelven los estorninos, para desesperación de los encargados de la limpieza y de los del arbolado público y privado, que cada noche invaden los pajarinos. Luego, cada mañana, “suena” el árbol como un gran cascabel de plata, a la del alba, que dejó dicho Cervantes. Mucho más tarde, tal vez más de cuatro siglos después, llamó Casona Dama del Alba a la muerte. No habría ocasos sin ortos. Se hacen falta la Navidad y la muerte, la hora del alba y la Dama del Alba. Todo, en definitiva, un parpadeo. ¿Habrá alguien –me pregunto- que al llegar, en ese abrir y cerrar de ojos, el momento inmediatamente anterior a cerrarlos, que pueda estar satisfecho de sí mismo? ¡Qué envidia!, si lo hay. Los demás, tenemos que consolarnos con la consoladora convicción de que es condición humana la falibilidad. A partir de ahí, los errores y fallos podrán ser mayores o menores, pero tal vez, y en ello reside el posiblemente falso consuelo, inevitables, o, por lo menos, tan difíciles de evitar que resulta como si lo fueran. ¿Y si al pensar y escribir esto también me estoy engañando a mí mismo, como triste justificación? Ni siquiera cabe “bajar” de Internet las respuestas cabales y más probables de ciertas comprometidas preguntas.

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