Propongamos –dicen en su cuartel los responsables del partido- una ley. Y todos a una, obedientes a la voz que lidera, se estrujan el magín y rebuscan qué ley podría hacer felices a más gentes.
La “hermosa gente” –como nos llama Saroyan, ignara de lo que se prepara, cuece y le viene encima. Una nueva norma. Un plano nuevo, con un aspa señalando el lugar y la traza del camino que conduce al sitio de la felicidad.
Ya los indios más sabios reconducían a los conquistadores, soñadores impenitentes de hermosos sueños, hacia El Dorado y la Fuente de la Eterna Juventud para entretenerlos, alejarlos, perderlos en las selvas sin caminos del mundo todavía no inventado ni inventariado de más allá de la mar de los horrores. Ahora es igual. Hay que entretener al personal, alejarlo del ombligo de la cuestión, llevárselo, como se llevó el flautista a los niños de Hammelin, a encima de la nube misteriosa, a más allá de la niebla en que acaba, sin más Arturo Gordon Pym.
Una ley para esto, otra para aquello. Las leyes pasan desapercibidas. La gente, hermosa o no, sólo lee por obligación o por dedicación los periódicos oficiales en que se publican, a veces imbricadas, escondidas, imprevisibles, normas que tuve un profesor que llamaba “ratoneras”, porque se mueven al hilo de los zócalos y hay siempre un estudioso que las encuentra y te las estrella en la cara, a lo largo de un laboriosos proceso, como se tiraban tartas los de las películas de cuando todos éramos tan inocentes y nos reíamos como locos.
Y es así como solemos enterarnos de que alguno de los numerosos cuerpos legislativos que pululan en el novísimo territorio de las modernas taifas, ha parido, como los montes, otro ratón. Y van tantos, que es difícil moverse sin pisar alguno y tener que responsabilizarnos de los daños. Prohibido fumar. Prohibido pescar. Prohibido pasar. Prohibido esto, aquello y lo de más allá. Lejos, en el último vagón de tercera de la memoria, el vigoroso grito: ¡prohibido prohibir! del graffiti libertario.
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