En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 11 de diciembre de 2009
Le llamo mi cauce de sueños. Es como un apostadero de caza menor, mirando el cielo, unas veces encapotado, otras hilachas de nube, cuando se tercia, azul. Cuando azul puede ser profundo, oscuro, casi marino o marinero o pálido, cansado, de fin de verano. Pasan palabras, como espuma del viento, pero sólo a veces construyen frases claramente audibles, versos de un poema, que intento atrapar y suele escapárseme porque apenas da tiempo a tomar unas notas garrapateadas, cuando ya pasa la estrofa siguiente y entre que traduzco, apunto, me estremece el mensaje y logro casi escribirlo suelo hacerme un lío de telarañas. Los versos están escritos con hilo de telaraña. Dicen maravillas de los lugares por donde pasó el viento, altas cumbres jamás holladas, valles desconocidos aún, territorios de entrerríos y selvas oscuras, por entre cuyas lianas colgantes o no se atreve o no logra meter los dedos el sol. Los vientos, por cierto, ni siquiera lo más humildes, necesitan pasaportes ni visados, por eso recorren tantos países y saben tantas leyendas, algunas jamás contadas, por más que haya quien opine que todo está dicho. No hay casi nada dicho. El mundo se hace cada día, aunque cada día sea el único de la creación, ante la mirada del buen padre Dios, para quien todo ha ocurrido ya, incluso lo que va a ocurrir. Por eso, cada día, todo es nuevo y viejo a la vez, como el agua del río, que el viejo Heráclito observó, pero tuvo que ser con los ojos del alma, que cada día era un agua diferente y tal vez por lo tanto otro río, pero yo vuelvo a meter la mano bajo la piel del agua y es la misma sensación estremecedora de estar en parte dentro de otro ser vivo y es como si el río me conociese y amara con la caricia húmeda, fresca, de su agua sin duda viva, salvo en el remanso, donde se pudre y en parte muere, espesa de recuerdos de reflejos. ¿Recuerda esta agua a Narciso? ¿Recuerda a los unicornios?. Cierto. Puede que no hayan existido, pero ¿y si el agua del remanso, esa mermelada oscura, fraguada con hojas secas y brisas moribundas que la sombra acoge con una nana interminable los recuerda?
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