Querida compañera, querida amiga: me han dicho de tu llamada. Gracias por leer alguna vez estas mis digresiones. Estuve fuera, pasé, ayer, cerca de tu pueblo, estuvo a punto de convertirme la nieve es un moderno Robinsón, con el termómetro bajo cero y la nieve cayendo implacable sobre el parabrisas y helándose, nada más caer, de modo tal que sólo se adivinaba la carretera, más allá de un carámbano apenas translúcido. Es curioso, cuando apenas ves por donde vas, lo que te duele por el esfuerzo no son los ojos, sino el tenso cogote. Justo castigo por este ir y venir incluso en tiempo de adviento, casi Navidad, que un Niño, como sabes, ha nacido dicen que en Belén, y ahora que me doy cuenta os deseo lo mejor, a toda esa querida familia, durante la Pascua y después de la Pascua, en el Año Nueve y siempre. Tenía yo una amiga que por este tiempo deseaba a los suyos que la felicidad, como un súbito chubasco, los sorprendiera en un páramo, sin impermeable ni paraguas.
Se puso a nevar de pronto, lo más gordo entre Benavente y el túnel del Negrón, que culebrea por debajo de las inmediaciones del puerto de Pajares. En la Capital, por entre el frío súbito de las tarascadas que ahora entran por el Mediterráneo en vez de hacerlo, como era antes debido y lógico, por el Cantábrico, gente y más gente pontificando respecto de si la crisis va a llegar a ser o no devastadora y va a durar o no, más o menos de lo previsible. Nadie en realidad sabe nada de este asunto. Es una situación nueva y hay quien confía en el tiempo o en la suerte para que todo pase como si nada hubiera ocurrido, pero hay algo que está ocurriendo, estamos sin la menor duda, cambiando de era, pasando de la época actual, que había sustituido a la edad moderna, al umbral del futuro. Y el cambio nos ha cogido por sorpresa, como te llega un día la vejez o más sencilla y habitualmente el del examen que parecía estar en las antípodas, pero ya se sabe, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague –de una u otra manera, aunque ahora tantas dinerarias se vayan a quedar sin abono-, ni mal que cien años dure, ni hay enfermo que lo aguante.
Contrasta dolorosamente el de bote en bote de los chiringuitos y restaurantes donde se celebra de modo masivo la inminencia de la Navidad, con la penuria de los sin techo que adivinas, más que ves, sobre todo si no miras o no quieres ver, en cuanto te decides a caminar un poco por una peatonal o las cifras de paro, que crecen inexorables. Me impresionó advertir que en los grandes almacenes proverbiales hay menos empleados, tardan en atenderte, se les advierte temerosos, te hablan de prejubilaciones y planes de descansos alternativos. Es como si un clima de temor pasara sobre la caravana social, como una vaga brisa que huele a visita de los cuatreros. Por lo demás, cuando te haces mayor, el cansancio crece contigo, en este caso conmigo, y, de un empellón, me empuja en la butaca, “gracias, Señor, la casa está encendida”, donde, casi ipso facto, me arropa el sueño.
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