Tal vez, entre las burbujas de este peculiar otoño del penúltimo año de la primera decena del siglo, la peor noticia que se haya deslizado, más allá de la preocupación creciente por el inusual comportamiento de las temperaturas y los meteoros, que al parecer están desgarrándoles a los polos sus trajes blancos, sea la de esa rebaja en la confianza de que nuestro gobierno sea capaz de pagar puntualmente su deuda. A la bolsa casi le da un soponcio y los bancos sintieron reblandecerse sus cimientos, cuando todavía estaban convalecientes del primer empujón de la crisis, que la impresión que a mí me da, anda, como la falsa moneda, de mano en va, como una patata caliente que nadie quiere quedarse ni apuntar como pérdida en la suya de resultados.
Es la penitencia del administrador aventurero, que juega con el dinero de sus administrados y corre el riesgo de que no llegue a tiempo la ganancia en que confiaba para tapar el agujero de su pasivo.
Mala noticia cuando se están cerrando los ejercicios y los consejeros se están ya abrochando el abrigo para irse a comer el pavo de Navidad, o el besugo, o ambos y había hasta quien había entrevisto la luz del final del túnel, pero me temo que más que luz era el reflejo de un espejismo y seguirá siendo cierto que hasta el rabo es todo toro y nadie sabe, con la oscuridad en que nos va dejando la emisión de tanto CO2 de palabrería, si al dar el paso que viene, encontrará el pie sólido, líquido o gaseoso en que apoyar.
El hombro, es lo que hay que apoyar, pero se echan de menos ideas que arrastren e iniciativas que empujen, y el secreto está, en mi modesta opinión, en que cada vez hay menos gente que se fíe de la otra y más artimañas para sacarle al que lo tiene el dinero, dándole a cambio abalorios.
Tal vez tengamos que pagar, nuestra sociedad en su conjunto, las mentiras prodigadas a troche y moche con la esperanza de que el tiempo arreglase la mayoría de unos problemas que exigen constancia y paciencia, y, desde luego, habernos gastado por adelantado lo que aún tardará en producirse, con el riesgo de que no se produzca en todo o en parte y esté Shylock con el cuchillo a punto para cobrarse en especie como Shakespeare contaba. Personalmente, me asusta ese refrán que dice que no hay deuda que no se pague. Alguien, pienso, perdonará algo a alguien. Tal vez ahí esté el arranque de la recuperación.
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