En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 14 de diciembre de 2009
La fuerza es un privilegio innato de los fuertes. No pueden remediar. Se advierte más que son fuertes en los que lo son físicamente. Los otros, los listos, como corresponde a su condición, disimulan mejor y se cuelan en el puente de mando incluso en ocasiones por medio de terceros, hombres de paja, figurones y figurillas que no ponen más que la cara y la voz. Al fuerte que reparte leña, se le ve venir de lejos, da casi siempre tiempo a ponerse a salvo, pero al otro no, a ese no se suele notar cómo se acerca ni a qué viene y cuando te vas a dar cuenta lo tienes instalado y mandando, que es con lo que él disfruta, como los toreros cuando encuentran toro dócil que se adapta al engaño y les permite adornarse, además de gobernar el espectáculo mientras el bandín de la plaza toca desmañada, pero vibrante, un pasodoble. El pasodoble y el octosílabo son dos herramientas que encandilan a la mayoría del personal, que lo que le sigue gustando, desde la antigua Roma, es el panem y los circenses que repartía a destajo el emperador para mantenernos entretenidos, inermes y bien mandados a nosotros, la “hermosa gente” –decía Saroyan-, de a pie, los sufridos contribuyentes, capaces siempre de sufrir y soportar con la entereza de una semisonrisa, una vuelta de tuerca de encarecimiento de la vida en provecho de los que saben adornarlo con guirnaldas, luces y buenas palabras, y si no ya veréis, ahora mismo, en esta pausa de Navidad, que es una fiesta paradójicamente llena de tristezas, un cantar el futuro con acento de nostalgia, y, a la vez, el terrorífico y devastador huracán del consumo compulsivo, que, no sabemos por qué, nos trae a la aglomeración en busca de quisicosas, abalorios, prodigios electrónicos, alardes motorizados y cámaras oscuras llenas de posibilidades automáticas, digitales, virtuales. Si tienes tiempo, amigo, párate en la calle uno de estos días de Pascua, mira a tu alrededor, contempla el ademán, la expresión de los que pasan cargados de paquetes y mirando a su alrededor por si se les ha escapado algún escaparate, y el aire de cansada paciencia del tercer mundo que nos rodea casi invisible, con la mano extendida o en silencio, tocando una armónica, un violín o, en grupo, una a veces conmovedora melodía. Es Navidad. Hay quien la adora y quien la denuesta, quien dice que es pura espiritualidad y quien la moteja de escándalo consumista. Sigue siendo Navidad, y entre todos la hemos hecho así. A mí me conmueve.
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