En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 18 de noviembre de 2008
Esta tarde vuelvo a Madrid, que aún es la capital. Cada país necesita todavía una capital, donde se juntan los que nos representan y mandan. Somos tantos que necesitamos delegar en un pequeño grupo, unos centenares, cuando se trata del poder legislativo, aún menos cuando del ejecutivo y muchos, si del judicial, porque la justicia se hace pedazos con frecuencia y se necesita toda una multitud de concesionarios para administrarla, recordar a cada cual sus deberes, doblegarnos a cumplirlos. En la Capital es donde tiene su cabecera el país y allí se agolpan los que más mandan en materia de representarnos, mandarnos y legislar sobre nuestra inevitable relación social. Cuando un ciudadano va a Madrid, si es joven, va a tener su oportunidad de influir sobre la cultura del total, opinar con trascendencia. Recuerdo de mi primer viaje, que lo hice en tren y casi de repente, alguien me llamó la atención: mira. Desde la ventanilla se veía reflejarse en el cielo un impresionante hongo de luz –incluso en aquel tiempo de escaseces y pobrezas que hubo entreguerras- y yo me dije que la Capital no sabía que estaba llegando yo, permanecía tendida, exánime y aparentemente indefensa como una vieja prostituta cansada, sin hacerme el menor caso, como corresponde a la mayoría, a los miles de jóvenes de ambos sexos que en aquel preciso momento estaban llegando a la Capital desde los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos, que no es una rosa, sino una estrella. Luego volví muchas veces, y allí estuvieron la Universidad y el Colegio Mayor donde debería haber aprendido tantas, aprendí muchas y me fui sin aprender tantas otras cosas. Ahora , ya viejo, compruebo que el hongo de luz es mucho más potente y que la ciudad sigue sin conmoverse lo más mínimo cando entramos y salimos cada día millones de personas de toda clase y condición. Razón tendrá. No es un monstruo, como otras capitales del mundo, pero lo es para quienes habitualmente sobrevivimos en las esquinas, las aldeas, los pueblecitos y los villorrios de escasos miles, a veces simples centenas de habitantes- Nos impresiona, inevitablemente, y asusta, este flujo constante de gente, el ruido del tráfico, sobre todo el ulular de las sirenas. Nos empujan los guardias, sin miramientos, en los cruzacalles donde teóricamente deberíamos ser preferidos a los coches, cuyos conductores se excitan y nos hacen, si protestamos, cortes de manga. La Capital está llena de recuerdos, en general buenos recuerdos, porque lo son de juventud y la juventud asimila los malos recuerdos y los cubre de pan de oro cuando menos. Muchas de nuestras ilusiones se quedaron por ahí, en los alcorques de los plátanos y de las acacias, cuando nos fuimos a vivir a otra parte. Ahora, al volver, nos picotean como una bandada de mosquitos, con los nombres de tanta gente, casi todos perdidos por los rincones de la memoria. Incluso hay esquinas donde todavía se te escapan, alternativas o conjuntas, una sonrisa o una lágrima.-
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