La que manda es la gripe, que sin explicaciones suspende actos, derriba hombres fuertes, vacía las clases, aplaza las batallas. Y de vez en cuando, a uno de los que la toman a broma, lo coge por el cuello y tú –le dice sin palabras ni exposición de motivos ni justificación de actos-, hoy, ahora, te viene conmigo al otro lado del espejo.
Allá habrá lo que haya, que nos tiene asustados y nadie prefiere ir, salvo los ya muy acongojados o los místicos, que aseguran haber recibido mensajes y la seguridad, felices ellos, de que todo irá bien, del otro lado.
Ponen en los periódicos que lo peor de la gripe será después de Navidad. Por Navidad hacemos un esfuerzo o puede que el turrón y el mazapán sean antibióticos de amplio espectro, o que la sonrisa del Niño cure antes de que aprenda a hablar, que mayores milagros hizo más tarde y al fin y al cabo, una vez la pasas, ¿qué es una gripe de nada? Me acuerdo que de niños, cuando se puede con todo, la gripe era una fiesta que aprovechábamos, cuando la fiebre bajaba, para leer las última aventuras de Tim Tyler o del Sargento King, de la Policía Montada del Canadá, que las publicaba El Aventurero. Y si apretaba la fiebre, hacíamos un esfuerzo para mover por el país de la cama, todo montañas y valles, todo un pequeño ejercito de casacas azules, persiguiendo a dos o tres tribus indias, todos de plomo.
Pienso que hay dos gripes o tres: la de los niños pequeños, sobrecogedora, la de los niños mayores, libertadora y la de adultos y ancianos, amedrentadora. O puede que sean tres visiones del mismo fantasma hecho de luz de luna y sombras, según los ojos con que lo miremos los humanos.
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