viernes, 14 de noviembre de 2008

Se encoge el mundo. Tomás un tren en la frontera y llegas en cinco o seis horas a Bruselas, donde está ahora la capital de Europa, y desde Madrid, en avión, cosa de hora u hora y media, y puedes ir leyendo un libro de historia y en él, las penalidades de los tercios viejos, recorriendo la vieja Europa de los imperios, apagando fuegos aquí y allá, con el Emperador sangrando Castilla sobre tierras ajenas e idiomas de otros, que hablaban de amor con palabras diferentes, parecía que estaban hablando de otra cosa, y lo mismo si hablaban de la muerte. Ya no hay que doblar el cabo de Hornos para acreditar la condición de buen marino y cualquiera puede ir y volver a las antípodas en mucho menos de lo que Phineas Fogg soñó don Julio Verne que lo hiciera. Hasta el Nautilus del capitán Nemo se ha convertido en antigualla de desván o de museo y se deslizan ahora bajo la piel inquieta de la mar los submarinos atómicos, como sombras de fantasmas. Da miedo ver que nacen niños con la misma sonrisa de cuando las calesas y los viejos veleros. Nadie puede imaginar lo que les espera, con el futuro viniendo en sus brazos a trompicones y sus padres sin tiempo para explicarles antes de ir por primera vez a coger todos los virus de las guarderías y el cole, que tal parece que los estuvieran esperando por muchas y cada vez más vacunas que les pongan contra todo lo imaginable, incluidas las paperas de nuestra niñez, con el pañuelo amarrado en lo alto de la cabeza y te decían en voz baja los amigos que te podías quedar estéril, o el sarampión, que había que pasarlo con luz roja encendida, como si te estuvieran revelando igual que uno de aquellos carretes de las fotografías en blanco y negro. Se encoge el mundo, se recorre en un abrir y cerrar de ojos, pero los misterios siguen siendo, en lo fundamental, los mismos. Descubrimos, descubren, bagatelas y juguetes para que nos entretengamos.

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