En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 7 de noviembre de 2008
Hay que dejarse ir y salir del día cuando se pone el sol. La noche es una pausa inevitable, que nos aparta del bullicio y será artificial la ambición de convertirse en noctámbulos que siempre tienen los niños, que sospechan que los mayores, tras de enviarlos a la cama, vamos a iniciar alguna actividad deslumbrante. Tuve un amigo que se lamentaba casi siempre del fracaso de los trasnochadores. Que esculpimos recuerdos en la memoria –decía- pero son recuerdos banales, de entretenimientos que no me pagan ni compensan casi nunca el sueño que me cuestan. Casi siempre tenía razón. Pero es que resulta también difícil vivir un día de los que Priestley, con su proverbial capacidad de expresión y comunicación, llama días radiantes y son esos que ellos solos se subrayan en la memoria, se cuelgan de sus muros bien a la vista, son fáciles y agradables de recordar. La noche recorta los espacios. Nos permite zonas bien delimitadas, hasta que llega la luz, por lo menos la zona más tenue, débil, de la luz, y alrededor pone le territorio desconocido de la sombra. Tal vez por eso durante la noche nos parece que somos más perceptivos. No es más que tenemos menos espacio para dispersar la atención. Es algo así como cuando el mundo acababa en Finisterre y en realidad no parecía que fuese más que la cuenca del Mediterráneo. La noche tiene una mixtión de luces, por otra parte, que engaña y transforma a las criaturas que te acompañan a través de sus estancias. Solo la luz del sol es implacable. Las de la noche, ya procedan de la luna, de una aurora boreal, de cualquier clase de lámpara, acentúan y aportan magia a la belleza y al misterio e incluso la fealdad se disimula y dulcifica, amparada por las inesperadas sutilezas de sombras y veladuras que distorsionan los escorzos. Mejor dejarse ir, cuando se pone el sol, al amparo de la soledad, al sosiego de la familia, a los misteriosos caprichos del ingobernable sueño. Solo que hay noches que llegas a casa, te tratas de amparar en la estancia y la butaca habituales y te encuentras cara a cara con el insomnio, implacable cómitre que se niega a entender de cansancios.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario