viernes, 28 de noviembre de 2008

Se ha descolgado el frío, como un gran gigante, un Gulliver en nuestro Liliputh, todo vestido de blanco. Ha bajado estirándose desde la montaña de al lado, como un grito lejano que fuese llegando a nuestro lado y nos alcanzara con la excitación del viento. Vino anunciado por nubes oscuras, relampagueantes, que procedieron del norte y nos rociaron de granizo y aguanieve, mientras tronitronaban. Arriba, en los montes cercanos, los lobeznos se apretujaron contra sus madres de miedo a los viejos lobos, que se pasaron la noche aullando para que no salieran los pastores. Al que venga, avisaban, no tendremos más remedio que comérnoslo y no hay nada peor para la manada que comer hombre. La carne de hombre es la más sabrosa y no hay bestia que la haya probado, que pueda renunciarla la como manjar, máxime cuando el hombre es el animal más torpe para orientarse y darse cuenta de que se acerca un depredador y de los más débiles, salvo que venga armado, para defenderse. Sólo cuando huele a pólvora y acero con mezcla de grasa se debe huir, porque entonces el hombre se convierte en una bestia de las más peligrosas, crueles y caprichosas, capaz de matar sin tener hambre y de abandonar la comida en el bosque y llevarse nada más que la cabeza para adornar su sala de trofeos o los dientes o las uñas de cualquier otro animal para convertirlos en collares y adornos.

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