sábado, 1 de noviembre de 2008

Lo mejor, si amanece un día primero de noviembre como éste, de lluvia tenaz, con el perro revolcándose, nada más volver de su desahogo del alba, para secarse, en la alfombra nueva, a espaldas del ama de casa, enfrascada en lo que comeremos por ser día de Todos los Santos, que sólo Dios sabe si son muchos o pocos, tal vez todos o prácticamente todos los que hayan pagado el caro peaje de la muerte, que viene siempre escondida, a petición del clásico, tal vez lo mejor haya sido poner un álbum de canciones de Juliette Greco, que ¿quién cuando éramos jóvenes no estuvo enamorado de la inaccesible Juliette Greco, de su voz grave, de lo que nos contaba de l’amour y de un París entonces inalcanzable? De nuevo la escucha e imagino la rive gauche y Juliette rigurosa de negro y estilización, borde de misteriosos saberes que no conoceríamos nunca porque para cuando llegamos a París, ya no era París sino el recuerdo nostálgico de sus años treinta, su juventud soñada, un París utópico, en seguida invadido por nosotros, los turistas baratos de las visitas guiadas al Moulin Rouge porque allí había enterrado sus visiones oníricas Toulouse Lautrec, a quienes ni se nos hablaba más que en voz baja de los larguísimos cuellos de cisne de las modelos preferidas por Modigliani.

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