En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Se llama Soraya y es hoy el ser humano que más admiro por haber tenido el valor de no tenerlo para seguir viviendo entre cánulas y bisturíes, anestesias y desesperanzas. Dejadme –les ha dicho- morir con dignidad. No se muere con dignidad, sino, cuando más, con decoro. La dignidad se pierde, de modo inexorable, cuando se pierden las facultades de mantenerse erguido y sonriente, cuando la agonía nos dobla y la llamada de la tierra nos doblega, peo ella, niña, ha preferido que eso le llegue ante del tiempo que no sé quién ha considerado que debe vivirse con arreglo a las mentiras de la estadística y ha decidido que ella vivirá, con la ayuda de Dios, el tiempo, o lo que esto en que nos mecemos los humanos sea, que Dios tenía previsto para que toda su vida se desarrollara. Tienden, los esforzados y sin duda bienintencionados médicos, a estudiar sobre nuestro caso y nuestro problema, agudizándolo a veces, a fuerza de hurgar en sus entresijos. Ella, esa niña inglesa, se ha cansado de que ocurra en su caso y ha defendido e impuesto ante la justicia de los hombres que tiene perfecto derecho a morir si ha de hacerlo, en seguida o dentro de meses, años o días, que en el fondo, cuando llega el último momento, es igual ya que hayan sido muchos o pocos. Yo la admiro, con la sonrisa arrimada a la columna del dosel de su cama blanca, en todos los asombrados umbrales de los periódicos del mundo. Viviré así –seguro que ha pensado- toda una vida, lo mismo que todos los demás, que todos nacemos para eso: para vivir toda una vida. Escuchando a la protagonista de ésta, a uno le resulta mucho más fácil entender la diferencia entre tantas trivialidades como hay en otras páginas del mismo periódico o de la revista de al lado en el kiosco, donde relatan lo de esa anciana señora enamorada, que trocó los aros de sus viudedades por el pedrusco símbolo de un nuevo amor, o lo de que si los políticos que iban a cambiar el mundo cobran por no lograrlo sueldos millonarios –acabarán por nombrar cónsul a su caballo o por bañarse en leche de burra, hay precedentes históricos-. Lo trascendente, en este momento, lo realizan las niñas, que hay otra que se levantó en clase y contra la decisión de su maestro de abolir a Dios, reafirmó su decisión de creer que existe. Siempre he dicho que los niños traen el futuro, lo empujan, nos inundan de su frescor.
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