Todavía me escuece el epíteto que me endosó un amigo
experto, amigo a pesar de todo, que me calificó de imbécil cuando decían que
España iba bien y traté de explicarle la que ya intuía entonces que de manera
inexorable a la vista de nuestras carencias evidentes, se estaba preparando
para un futuro que ni siquiera yo consideraba tan próximo.
Toda una multitud de buena fe estaba predispuesta a creer
que la mera entrada en una Europa como la proyectada nos había llevado sin
esfuerzo al umbral de la tierra prometida, que manaba leche y miel, donde, por
decirlo de modo más usual, se ataba a los perros con longaniza.
Me apunto a la gráfica descripción de Carrascal cuando
escribió hace unos días que el famoso estado del bienestar consistía en estar
en babia.
Se echan sobre Rajoy, a quien ni conozco personalmente y de
las filas del cual me desapunté hace meses, desalentado, defraudado, convencido
de que no hay lo que por lo menos yo llamaría partidos, sino grupos de
individualidades enfrascadas, cada cual, en poner al día sus pretensiones y
apagar las de sus competidores, contradictores y en definitiva “otros”, hasta
cuando deberían considerarlos amigos, compañeros y colaboradores. Y no es
justo. Ni tuvo medios ni ha tenido aún tiempo de que se produzcan los
lentísimos cambios sociales que pueden seguirse de los comportamientos
colectivos imprescindibles para que de verdad nos incorporemos a la por ahora
incoherente, vacilante pretensión de realizar una idea de Europa que poco ha
poco se aleja cada vez más de la de aquella Europa Unida que pusieron en marcha
sus soñadores.
Opino que se le debería dar por lo menos la mitad o dos
tercios de su mandato para que puedan empezar a advertirse las primeras tímidas
consecuencias de un cambio doloroso que nos está transportando desde el ensueño
hasta la realidad, desde la alfombra mágica que parecía transportarnos por
encima incluso de las nubes, al duro suelo que se ha de hollar para hacer el
camino. Ni hay viaje ni peregrinación sin el sudor del camino, su esfuerzo.
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