Presento un libro mío, de versos. Se llama Lendel. Ahí van,
agavillados al azar, tal y como vinieron y se suelen ir los versos, unos
poemas, ignoro si buenos o malos, que para uno mismo, es bueno lo que escribe,
por lo menos hasta que pasan unos meses, lo relee y la mayoría se ha convertido
en ceniza o en basura, pero a lo mejor, transcurrido otro lapso de tiempo,
mejora y hasta vuelve a parecer, si no bueno, por lo menos suficiente para
decir lo que se quiso decir, es decir, un sentimiento, muchas veces súbito e
inesperado y casi siempre, por no decir
siempre, un sentimiento demasiado lacerante como para saber expresarlo. Puede
que haga falta más oficio, o mayor capacidad, sensibilidad o ese toque
privilegiado de que algunos disponen y en general no lo saben. Mis escritores
preferidos no sabían que eran tan buenos como son. La vocación de expresarse
es, incluso para malos y mediocres, insaciable.
Bueno, pues he presentado un libro. Lo he llevado a las
librarías a que se esconda entre muchos libros. A mí, me hubiera bastado con
haberlo escrito, pero no voy a mentir que no me satisfaga verlo hecho un
hombre, con su encuadernación que lo hace parecer un libro de los muchos que
tanto me han gustado o indignado en tantos años. Lo que pasa es que los libros
propios sólo se leen después de mucho tiempo. Así, como éste, tiernos y oliendo
a imprenta, se quedan, entre las manos como hermosos objetos, mérito de
diseñadores y editores.
Me gusta dedicarlos, sobre todo cuando lo hago o a personas
desconocidas, con las que trabo una relación, o a mis amigos y mejores amigos,
con los que tanto reconforta volverse a encontrar y reanudar esa conversación
que se mantiene de por vida con los amigos de verdad y es cuando los
reencuentras es como si hubiéramos dicho ayer, que dicen que dijo fray Luis al
volver.
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