Idas y venidas, repetidos intentos de regresar a Itaca, pero
sólo Ulises fue capaz, y para cuando logró hacerlo, Homero deliberadamente
omite contar que Penélope era diferente de la que se había despedido en el
puerto cuando partieron hacia Troya.
Me pregunto si ni siquiera las galaxias, y, en ellas, cada
componente astral regresan jamás al lugar del espacio donde estuvieron. Si el
Universo se expande continuamente, es imposible.
Podría estar el secreto en aprender a acomodarse al cambio,
en vez de empeñarnos en detener, cosa imposible, el tiempo. El tiempo podría
ser la pauta de respiración del Universo, que se expande en esta época y tal
vez en otra se contraiga y haya un final de mundo al de cada inspiración o
expiración del tiempo.
La vida parece, si miras a través de los progresivamente
sofisticados telescopios que envían los más sabios de los hombres a la
estratosfera, un relato de ciencia ficción. Miras hacia el ombligo del espacio
y parece ser que podríamos asomarnos a una de las inflexiones: el principio de
nuestra prehistoria.
Unos pocos, saben mucho más que los siete sabios. La mayoría
de los mediocres apenas sabemos, sin embargo, nada. Nos limitamos a aprender a
manejar herramientas cada vez más complicadas, incomprensibles y facilitadoras,
pero de cuya construcción y manejo no tenemos la más mínima idea. El ordenador,
el portátil, la tableta, el telefonillo. Hace unos días, una tormenta nos
devolvió a la Edad Media, con una simple descarga de sobrante de la energía
contraria de una nube que acertó a pasar sobre algún mecanismo de una
subestación cercana. Las velas nos devolvieron durante un lapso de tiempo no
por corto menos inquietante al tembloroso mundo de las sombras inidentificables
y los rincones sombríos.
Algún hábil operario subcontratado por los cada vez más
lejanos gobernantes de nuestras rutinas, nos devolvió a la suficiencia. Y lo
malo es que las cosas pasan ahora tan deprisa que en seguida nos olvidamos del
escalofrío.
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