sábado, 16 de junio de 2012


Todo aparenta estar, desde el cansino y cansado ritmo de la caravana, demasiado lejos para que sea posible llegar hoy. Tal vez en unas jornadas. Puede que nunca.

Y sin embargo, mientras tengamos la ilusión de que el lugar hacia que vamos sigue allí, nos atraerá desde lo desconocido lo que hayamos imaginado de él.

Un lugar equivalente, guardadas cuantas distancias queráis, a la tierra prometida.

Nos prometemos maravillas, probablemente inexistentes. Nos duele el costado pesimista, incrédulo, tantas veces augur de fracasos que a fuerza de insistir acierta.

Lo que dolió se recuerda siempre con la misma nitidez que lo que en otros tiempo o lugar satisfizo.

La memoria es así, inexorable. Otra de las herramientas de que disponemos, que ninguna es moralmente buena ni mala. Limitan su utilidad mayor o menor a dejarse manejar, sin sentimientos, para bien o para mal. Incluso se van adaptando, acoplando a nuestros modos, a nuestras manos.

Nuestras herramientas materiales y morales se nos van ajustando a la textura personal, como si un sastre hábil las fuese corrigiendo, a la vez que se desgastan y acoplan, cada vez con mayor suavidad, a nuestra personalidad. Pero son inexorables. Por ejemplo, la memoria. Trae, como la marea, desde cochas de nácar y cadáveres de estrellas hasta basura carroñera. Y lo va alineando todo en la playa rubia, o negra o en el pedregal de a pie de acantilado, como en un escaparate. O tal ves como la oblación de un misterioso sacrificio que nos resulta ininteligible y seguimos paseando, absortos en los juegos de la espuma o en cómo y con qué alegría ahuyenta Laila a las gaviotas con el entusiasmo de sus desaforados ladridos.

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