Todo aparenta estar, desde el cansino y cansado ritmo de la
caravana, demasiado lejos para que sea posible llegar hoy. Tal vez en unas
jornadas. Puede que nunca.
Y sin embargo, mientras tengamos la ilusión de que el lugar
hacia que vamos sigue allí, nos atraerá desde lo desconocido lo que hayamos
imaginado de él.
Un lugar equivalente, guardadas cuantas distancias queráis,
a la tierra prometida.
Nos prometemos maravillas, probablemente inexistentes. Nos
duele el costado pesimista, incrédulo, tantas veces augur de fracasos que a
fuerza de insistir acierta.
Lo que dolió se recuerda siempre con la misma nitidez que lo
que en otros tiempo o lugar satisfizo.
La memoria es así, inexorable. Otra de las herramientas de
que disponemos, que ninguna es moralmente buena ni mala. Limitan su utilidad
mayor o menor a dejarse manejar, sin sentimientos, para bien o para mal.
Incluso se van adaptando, acoplando a nuestros modos, a nuestras manos.
Nuestras herramientas materiales y morales se nos van
ajustando a la textura personal, como si un sastre hábil las fuese corrigiendo,
a la vez que se desgastan y acoplan, cada vez con mayor suavidad, a nuestra
personalidad. Pero son inexorables. Por ejemplo, la memoria. Trae, como la
marea, desde cochas de nácar y cadáveres de estrellas hasta basura carroñera. Y
lo va alineando todo en la playa rubia, o negra o en el pedregal de a pie de acantilado,
como en un escaparate. O tal ves como la oblación de un misterioso sacrificio
que nos resulta ininteligible y seguimos paseando, absortos en los juegos de la
espuma o en cómo y con qué alegría ahuyenta Laila a las gaviotas con el
entusiasmo de sus desaforados ladridos.
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