Es todavía, dice mi contertulio del triste mirar, revelador
de sus genes del pesimismo, la nostalgia imposible del imperio soñado.
Mi contertulio tiene escrita en su imaginación una historia
alternativa de España. Una historia sin prehistoria ni destino cierto, empezada
en el albor de imposibles tiempos nuevos que imaginaron unos hombres audaces
que eran tan pobres que salieron en busca de riqueza y conquistaron la gloria,
que no el mundo. El mundo es inconquistable. Demasiado grande para un puñado de
hombres.
Otros hombres inventan siempre algo que les permite soñar
que conquistarán el mundo y apartan a los anteriores, que se ahogan de
nostalgia.
Tal vez, añade mi otro contertulio del mirar esperanzado,
revelador de genes del optimismo, algún día, alguien inventará algo que permita
poner a la humanidad a funcionar como lo que es.
¿Qué es? le pregunto interesado.
Parte de este organismo vivo que integramos con el planeta y
los demás seres que nos rodean por todas partes.
Tal vez.
Es como una obsesión, la padeció César, en su tiempo, y
Atila, y Gengis Khan, y Napoleón y Alejandro Magno, cualquier Faraón, los
emperadores de la China milenaria o Carlomagno, y, a su modo, don Quijote de la
Mancha.
Cada cual a su modo, cada hombre sueña con conquistar el
mundo. Cada vez que se escribe un poema, nos hace soñar que el mundo,
conquistado, nos tributará el unánime homenaje de por lo menos un momento de
admiración. Ya sé, es ridículo, ¿pero no es cierto que soñamos con ser los
mejores en lo nuestro?
Competimos para tratar de ser los mejores ebanistas,
pintores, novelistas, poetas, cultivadores de habas o trileros.
Cada hombre es un rey frustrado, un emperador, su propio
ídolo. Y hasta es posible que nuestra soberbia nos haya traído desde un mundo
olvidado a éste a hacer la penitencia de gozar del privilegio de vivir para
arrepentirnos y regresar a la vida real.
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