martes, 12 de junio de 2012


Es todavía, dice mi contertulio del triste mirar, revelador de sus genes del pesimismo, la nostalgia imposible del imperio soñado.

Mi contertulio tiene escrita en su imaginación una historia alternativa de España. Una historia sin prehistoria ni destino cierto, empezada en el albor de imposibles tiempos nuevos que imaginaron unos hombres audaces que eran tan pobres que salieron en busca de riqueza y conquistaron la gloria, que no el mundo. El mundo es inconquistable. Demasiado grande para un puñado de hombres.

Otros hombres inventan siempre algo que les permite soñar que conquistarán el mundo y apartan a los anteriores, que se ahogan de nostalgia.

Tal vez, añade mi otro contertulio del mirar esperanzado, revelador de genes del optimismo, algún día, alguien inventará algo que permita poner a la humanidad a funcionar como lo que es.

¿Qué es? le pregunto interesado.

Parte de este organismo vivo que integramos con el planeta y los demás seres que nos rodean por todas partes.

Tal vez.

Es como una obsesión, la padeció César, en su tiempo, y Atila, y Gengis Khan, y Napoleón y Alejandro Magno, cualquier Faraón, los emperadores de la China milenaria o Carlomagno, y, a su modo, don Quijote de la Mancha.

Cada cual a su modo, cada hombre sueña con conquistar el mundo. Cada vez que se escribe un poema, nos hace soñar que el mundo, conquistado, nos tributará el unánime homenaje de por lo menos un momento de admiración. Ya sé, es ridículo, ¿pero no es cierto que soñamos con ser los mejores en lo nuestro?

Competimos para tratar de ser los mejores ebanistas, pintores, novelistas, poetas, cultivadores de habas o trileros.

Cada hombre es un rey frustrado, un emperador, su propio ídolo. Y hasta es posible que nuestra soberbia nos haya traído desde un mundo olvidado a éste a hacer la penitencia de gozar del privilegio de vivir para arrepentirnos y regresar a la vida real.

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