Cuando la realidad ahoga, respiramos a base de palabrería.
Sin creernos, desde luego, las cosas con que consolamos las carencias,
habituales unas veces, otras ocasionales.
No pasa nada –canturreamos como el niño miedoso enviado al
piso de arriba solo, a hacer cualquier recado de un adulto maligno o
inconsciente-, casi todo se mueve a nuestro alrededor, pero nosotros somos
capaces de mantener el equilibrio.
Se me ocurre pensar que la lectura que hacemos de la Odisea
se enfrasca en las vicisitudes aventureras de Ulises, sin fijarnos casi nunca
en la obsesiva decisión de Penélope de esperar contra toda esperanza el
improbable regreso a casa del héroe. Se nos pasa tratar de entender ese tejer y
destejer, especia de transmigración repetitiva, repetición de lo cotidiano sutilmente
distinto cada día de su aparente repetición, y que, como la vida misma, resulta
premiado con el regreso al paraíso y el castigo de los malos por mano de un airado
Telémaco, que rubrica la moraleja final de la epopeya.
Preguntaban a un jurado cómo era que no había votado para
que correspondiese el premio a uno de los candidatos, y la respuesta, lógica
por otra parte, fue la de que, de haberlo hecho así, no habría votado al otro.
Cuesta muchas horas de trabajo, estudio, constancia y
concentración hacerse juez, y cuando se logra, parte importante de lo
conseguido es incurrir profesionalmente en la posibilidad de equivocarse al
juzgar.
Que, desde la perspectiva de un hombre de buena fe, debe
haber pocas cosas más tremendas que descubrir, como a veces el tiempo descubre,
que te equivocaste al opinar respecto de algo, o, lo que es mucho más grave, a
dictaminar trascendentemente al respecto.
Parezco, hoy, haber atravesado un jirón de niebla de los que
aún parecen enganchados en el pinar de las laderas del valle antes de pisar el
umbral del día.
Debe ser la humedad. Suele ser, por viscosa, tristona como
los malos pensamientos
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