jueves, 7 de junio de 2012


Cuando la realidad ahoga, respiramos a base de palabrería. Sin creernos, desde luego, las cosas con que consolamos las carencias, habituales unas veces, otras ocasionales.

No pasa nada –canturreamos como el niño miedoso enviado al piso de arriba solo, a hacer cualquier recado de un adulto maligno o inconsciente-, casi todo se mueve a nuestro alrededor, pero nosotros somos capaces de mantener el equilibrio.

Se me ocurre pensar que la lectura que hacemos de la Odisea se enfrasca en las vicisitudes aventureras de Ulises, sin fijarnos casi nunca en la obsesiva decisión de Penélope de esperar contra toda esperanza el improbable regreso a casa del héroe. Se nos pasa tratar de entender ese tejer y destejer, especia de transmigración repetitiva, repetición de lo cotidiano sutilmente distinto cada día de su aparente repetición, y que, como la vida misma, resulta premiado con el regreso al paraíso y el castigo de los malos por mano de un airado Telémaco, que rubrica la moraleja final de la epopeya.

Preguntaban a un jurado cómo era que no había votado para que correspondiese el premio a uno de los candidatos, y la respuesta, lógica por otra parte, fue la de que, de haberlo hecho así, no habría votado al otro.

Cuesta muchas horas de trabajo, estudio, constancia y concentración hacerse juez, y cuando se logra, parte importante de lo conseguido es incurrir profesionalmente en la posibilidad de equivocarse al juzgar.

Que, desde la perspectiva de un hombre de buena fe, debe haber pocas cosas más tremendas que descubrir, como a veces el tiempo descubre, que te equivocaste al opinar respecto de algo, o, lo que es mucho más grave, a dictaminar trascendentemente al respecto.

Parezco, hoy, haber atravesado un jirón de niebla de los que aún parecen enganchados en el pinar de las laderas del valle antes de pisar el umbral del día.

Debe ser la humedad. Suele ser, por viscosa, tristona como los malos pensamientos   

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