viernes, 8 de junio de 2012


Una vez que aceptas la idea de la muerte, lo demás se hace pura anécdota banal. No parece fácil, a partir de su trascendencia, comprender los motivos de la desproporcionada indignación que es evidente que afecta a grandes y pequeños, importantes, mínimos y mediocres. La nación entera se advierte crispada, grita, nos señalamos unos a otros, nos acusamos mutuamente de cuanto nos parece que somos, en vez de reconocernos culpables o cómplices. Hay que poner a uno, quitarlo en seguida, sustituirlo, irlos ajusticiando. Una especie de revolución contracultural, producto sin duda penúltimo de lo que llamaron estado del bienestar, nos incita y mueve a ir ajusticiando a los que ayer recibíamos con palmas y ramos. También la revolución francea de la libertad, la igualdad y la fraternidad, fue devorando a sus protagonistas y sus héroes.

En su origen no novelado, el doctor Frankenstein no fue sino premonición de las recomposiciones que proyectamos para prolongar como sea la efimeridad de la vida, provocando al hacerlo peligros de adelantar la muerte. Su leyenda es un ensayo de explicación de ese curioso fenómeno que la estructura de nuestro cosmos repite constantemente y en virtud del cual, cada cosa se va descubriendo en la creación con su reflejo oscuro. Nos ha pasado una vez más con el estado del bienestar. Produce tanto que los más avispados desnivelan más aprisa la distribución de sus beneficios y desproporcionan así primero en cada generación la de sus perjuicios. Y la sociedad humana ha de enfrentarse, antes o después, con las inevitables consecuencias de esa paradoja de que, siendo esencialmente iguales, las personas seamos tan distintas unas de otras, realidad que nos capacita para tratar siempre de aprovechar el esfuerzo ajeno para intentar multiplicar los beneficios del propio.

Es curioso que hace como dos mil años, ya se nos haya dado la única solución: “que os améis …” 

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