Una vez que aceptas la idea de la muerte, lo demás se hace
pura anécdota banal. No parece fácil, a partir de su trascendencia, comprender
los motivos de la desproporcionada indignación que es evidente que afecta a
grandes y pequeños, importantes, mínimos y mediocres. La nación entera se
advierte crispada, grita, nos señalamos unos a otros, nos acusamos mutuamente
de cuanto nos parece que somos, en vez de reconocernos culpables o cómplices.
Hay que poner a uno, quitarlo en seguida, sustituirlo, irlos ajusticiando. Una
especie de revolución contracultural, producto sin duda penúltimo de lo que
llamaron estado del bienestar, nos incita y mueve a ir ajusticiando a los que
ayer recibíamos con palmas y ramos. También la revolución francea de la
libertad, la igualdad y la fraternidad, fue devorando a sus protagonistas y sus
héroes.
En su origen no novelado, el doctor Frankenstein no fue sino
premonición de las recomposiciones que proyectamos para prolongar como sea la
efimeridad de la vida, provocando al hacerlo peligros de adelantar la muerte.
Su leyenda es un ensayo de explicación de ese curioso fenómeno que la
estructura de nuestro cosmos repite constantemente y en virtud del cual, cada
cosa se va descubriendo en la creación con su reflejo oscuro. Nos ha pasado una
vez más con el estado del bienestar. Produce tanto que los más avispados
desnivelan más aprisa la distribución de sus beneficios y desproporcionan así primero
en cada generación la de sus perjuicios. Y la sociedad humana ha de
enfrentarse, antes o después, con las inevitables consecuencias de esa paradoja
de que, siendo esencialmente iguales, las personas seamos tan distintas unas de
otras, realidad que nos capacita para tratar siempre de aprovechar el esfuerzo
ajeno para intentar multiplicar los beneficios del propio.
Es curioso que hace como dos mil años, ya se nos haya dado
la única solución: “que os améis …”
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