Echas en falta el jueves. Estuve en la capital del
semiestado autónomo. Se me ocurre comparar esto de las autonomías con pequeñas
imitaciones del Estado, tal vez estados mínimos, o proyectos de Estado, o sus
parodias, o, tal vez, bocetos resultantes de sueños utópicos de aprendices de
político futuro, mezclados con cenicientos políticos viejos, que regresan al
lugar de sus nostalgias y quieren sobrevivir en la jubilación de una segunda
edición de su autobiografía práctica.
En la capital, ¿autónoma? ¿autonómica? La misma ciudad
provinciana de siempre, con pujos esforzados y destellos, calles, vericuetos,
callejas, callejones y eso que hemos dado en llamar peatonales y son como un
epítome de la historia humana, pasado a cámara rápida por una pantalla de
televisión. Me dan una palmadas en la espalda, me dicen adiós y me ponen el
distintivo de ilustre, bajo un retrato que desde ahora colgará en el desván de
la memoria. Ya soy “aquél” ¿os acordáis? De todos modos, me siento homenajeado
y agradezco que me agradezcan porque la realidad es que no hay nada que
agradecer cuando lo que haya hecho de bueno, fue cumplir con mi obligación y lo
hecho mal no merece agradecimiento.
No sé dónde, leí hace poco que un sabio filósofo chino
aconsejaba a uno de sus discípulos que buscase un trabajo que le agradase hacer
y le produjera satisfacción, que lo eligiese como trabajo y que así no volvería
a trabajar en la vida.
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