Certero, claro y conciso en sus análisis de la respectiva escritura de varios poetas, Alarcos deleita mediante su “Eternidad en vilo” en que hurga en la poesía de Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego. Alarcos, prodigioso conversador, erudito, sensible, escéptico y tierno. Creo que nadie supo nunca qué era lo que exactamente pensaba y que él mismo se sorprendía, escondido detrás de las gafas, sin dejar de intervenir en la conversación interminable de una sobremesa.
Ya no es su ciudad la ciudad aquélla. Ahora, los habitantes de las ciudades se desconocen, refugiados cada cual en su castillo, aislados. Tal vez uno de los más característicos pecados del siglo XXI sea el aislamiento. Pero no puede ser pecado porque no hay deliberación en el hecho. Nos quedamos en casa porque ahora cada casa es una taberna una cafetería, un cine, una tertulia, un mirador, y suele haber calentadores en invierno, y cada vez más refrigeradores en verano. Y los que no pueden quedarse, porque no tienen ni casa, han huido ya en busca de fortuna, de ideas, de vida o de la muerte que también los espera.
El coche nos hizo esclavos y la televisión y el ordenador nos han hecho prisioneros. Dentro de poco nos habremos debilitado un poco más y lo mismo que ahora nos hace daño el pollo de aldea, acostumbrado como estamos a comer los de granja y la leche de vaca, ya que solemos consumir su residuo envasado, nos empezará a hacer daño el aire de cualquier paisaje.
Paracelso se equivocaba, en mi opinión, al sostener que hay tipos básicos y diferenciados de personas. Creo que las personas son básicamente muy parecidas, lo que ocurre es que desde lo esencial, en que se incorporan circunstancias genéticas y en lo superficial, sobre que manipulan y actúan las circunstancias, cada individuo adquiere, recibe y de algún modo incluso por sí mismo lucha para adoptar una forma distinta y somos la tensión centrípeta de nuestra semejanza y la centrífuga de lo que nos diferencia. Una especie de equilibrio a que nada de lo humano es ajeno, de modo que en cualquier momento podemos mudar y parecernos o disociarnos hasta extremos inconcebibles y aparentemente diferentes y hasta contradictorios.
En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 31 de agosto de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
Lo único que es posible comprobar que ocurrió fue lo que compartimos con otros. Lo ocurrido durante nuestra soledad, ¿quién se atreve a garantizar que fue más que un sueño o tal vez una de esas correcciones que hace el subconsciente en la memoria para mejorar nuestra imagen y que no naufraguemos en la desesperación de que lo ocurrido se haya escrito ya en la tabla del pasado y sea imposible cambiarlo por más que ahora se empeñen tantos en borrar una parte de la historia y reescribir otra de modo tal que ya no es la historia sino una leyenda con los papeles caóticamente redistribuidos entre unos personajes que jamás existieron, pero odian y admiran por sustitución o por mero entretenimiento intelectual, que de todo habrá?
Ve mucha gente el mundo desde su punto de vista y ni se imagina que a la misma hora del mismo día, en el mismo lugar, cada asistente ve lo mismo solo que desde otra perspectiva y en la misma playa descrita por Camús en La Peste, unos vivieron el mismo día, a la misma hora, bajo el mismo sol, durante unos efímeros tiempos paralelos, en una sucursal del infierno y en una del paraíso.
Leo en La Vanguardia un brillante artículo sobre La Codorniz de nuestros amores estudiantiles, cuando nos satisfacía tanto que nos gustase y al mismo tiempo nos halagara el fácil elogio del suelo de su portal de acceso:”la revista más audaz para el lector más inteligente”. Si nos gustaba, dedujimos todos alguna vez, era porque éramos esos lectores inteligentes. Pero se equivoca a mi juicio el autor cuando la considera un espécimen extravagante de su tiempo oscuro. En primer lugar porque para una juventud como la suya o la nuestra, no hay oscuridad que pueda, y en segundo porque el humor caótico inventado por Mihura a partir de lo cotidiano distorsionado, como el terror dimanante de su distorsión, que utiliza Lovecraft, es una consecuencia de los caóticos tiempos y las distorsiones de lo humano sufridas durante los siglos XIX y XX por una sociedad enloquecida, que, al mismo tiempo, había producido el cubismo, el surrealismo y el existencialismo, todos ellos desembocados en el estructuralismo y la nada irremediable.
Mi confianza sigue puesta en que todo resucita, y, hasta que lo hace, en el tiempo intermedio, ensaya renovándose y renaciendo, convirtiendo siempre la muerte de algo en el nacimiento de otro algo.
Ve mucha gente el mundo desde su punto de vista y ni se imagina que a la misma hora del mismo día, en el mismo lugar, cada asistente ve lo mismo solo que desde otra perspectiva y en la misma playa descrita por Camús en La Peste, unos vivieron el mismo día, a la misma hora, bajo el mismo sol, durante unos efímeros tiempos paralelos, en una sucursal del infierno y en una del paraíso.
Leo en La Vanguardia un brillante artículo sobre La Codorniz de nuestros amores estudiantiles, cuando nos satisfacía tanto que nos gustase y al mismo tiempo nos halagara el fácil elogio del suelo de su portal de acceso:”la revista más audaz para el lector más inteligente”. Si nos gustaba, dedujimos todos alguna vez, era porque éramos esos lectores inteligentes. Pero se equivoca a mi juicio el autor cuando la considera un espécimen extravagante de su tiempo oscuro. En primer lugar porque para una juventud como la suya o la nuestra, no hay oscuridad que pueda, y en segundo porque el humor caótico inventado por Mihura a partir de lo cotidiano distorsionado, como el terror dimanante de su distorsión, que utiliza Lovecraft, es una consecuencia de los caóticos tiempos y las distorsiones de lo humano sufridas durante los siglos XIX y XX por una sociedad enloquecida, que, al mismo tiempo, había producido el cubismo, el surrealismo y el existencialismo, todos ellos desembocados en el estructuralismo y la nada irremediable.
Mi confianza sigue puesta en que todo resucita, y, hasta que lo hace, en el tiempo intermedio, ensaya renovándose y renaciendo, convirtiendo siempre la muerte de algo en el nacimiento de otro algo.
domingo, 29 de agosto de 2010
Tal día como hoy, también domingo, igual de finagosto. El finagosto es una porción infinitesimal del verano, cuando el verano ya casi no lo es para casi nadie, puesto que hay muchos con las vacaciones agotadas y de nada les servirá el prodigio estético de setiembre, que huele a uvas recién vendimiadas y a naranjos pletóricos, pero, por lo que concierne a mi valle, es tiempo de ocres, sienas, amarillodorados y un fondo palidazul salpicado de nubes indecisas. Dentro de nada habrá acabado el verano y deberemos sacudir los castaños para que huela el aire a humo sin maldad y a los osos les cueste salir tambaleándose del colmenar. Se advierte en el agua del río, transparente, la expectación porque cualquier día puede llover duro y haber riada. El agua del río sabe que la riada acomete, viola el cauce, desproporciona el río y siembra los pedreros para tratar de cubrirlos de malahierbas y cardos. Pero decía que tal día como hoy, cuando estudiantes, nos preparábamos para empezar un curso nuevo, para explorar otra parcela, para ir en busca de saberes, y, quién sabe si alguno en pos de la sabiduría. Tener muchos saberes y la curiosidad viva me convertía en tierra recién arada, abierta, dispuesta. La sabiduría, sin embargo, como cualquier aprendiz sabe, es esquiva, misteriosa, dicen que estriba en una poco frecuente capacidad de relacionar todo cuanto has ido aprendiendo y entender como se ensambla y produce un todo a la vez armónico, singular, equilibrado, unitario. De pronto, un día, acabas tus estudios oficiales, te dan un diploma, te permiten engancharte al tren, colocarte en la hilera nutricia del hormiguero social, echas a andar, pero te faltan datos, conocimientos, saberes, que consultas aquí y allá y otra multitud de curiosos que dejaron escrito su leal saber y entender te va informando, te cuenta sus experiencias, descubres que hay quien ha experimentado ya sentimientos que tú, que yo creía privilegiados, que no eran todavía la sabiduría, ni siquiera tal vez ni su eco, ni un reflejo de su figura, que, sin embargo, intuyo. Hace falta, descubro, una vida entera, para aprender a vivir. ¿O no? ¿O era otra cosa, y los viejos, a donde hemos llegado es a un lugar equivocado?
No es que todo sea paradójico, que lo es, sino que todo lleva en sí la paradoja ínsita de su contradicción. Lo digo nada más leer que en opinión de Alberto Savinio –Nueva Enciclopedia, Acantilado, febrero 2010- Europa es la tumba de Dios. El buen padre Dios es la resurrección y la vida, pero, ¡tremenda paradoja!, el buen padre Dios, que no puede morir, ha de hacerlo, tolerarlo, sufrirlo, para poder resucitar. Corrijo, pues, a Savinio. No es la tumba, sino el lugar de la vida, a través de la en otro caso imposible resurrección. Solo que para el buen padre Dios no hay imposibles, puesto que El es la posibilidad de que todo sea, de modo que no necesitaría de la vieja Europa, ni de la nueva, para llevarse el ombligo de la civilización desde una esquina a otra de la superficie de nuestra esfera –sensiblemente esfera, pero esfera imperfecta, otra paradoja- y que así sea a la vez posible la profundidad oriental, la superficialidad de los diletantes, especialistas en la digresión maravillada, que el indio navajo entienda que formamos un todo indisoluble con cuanto nos rodea, los presocráticos se sumerjan en una mitología antropomórfica y se hinchen de satisfacción cada tarde unos cuantos escépticos, que, habiendo suicidado su concepto personal de la esperanza, consideran haber acabado con el sonriente buen padre Dios, que los sigue amando puesto que contribuyen a posibilitar reproducciones a mínima escala personal de la resurrección en que consiste en nacimiento real a lo que verdaderamente importa, porque si no fuese así, nada importaría. Permanecer unido a la fe es un acto de la voluntad, todo lo demás es imposible, luego ha de dársenos por añadidura y por alguien para quien no haya imposibles. Una actitud importante, tal vez indispensable: querer recibir y estar dispuesto. Lo decía el impenitente escritor: dejadme que esté constantemente escribiendo mis necedades banales, no sea que la inspiración me llegue un día y me encuentre dormido y pase y pierda yo mi tal vez única ocasión de decir las palabras que traía para mí, en el orden debido, en el momento oportuno.
sábado, 28 de agosto de 2010
Decir la verdad pura y dura ayuda a quien la dice y a quien la escucha a tratar de aunar esfuerzos para intentar resolver los problemas, dar respuestas a las preguntas, mejorar el estado de las cosas.
Preferimos, sin embargo, una dulce mentira que nos reconforte. Y hasta puede funcionar -lo de la mentira, digo- porque el tiempo todo lo puede borrar y reescribir, que la memoria es un palimpsesto donde ponemos lo que conviene a nuestra tranquilidad. El tiempo, que se parece mucho al viento, desgasta las aristas, gasta los filos, descompone y desgasta los impulsos, en definitiva, envejece.
Nada es como es, sino como lo vemos, dice la más moderna de las falacias. Cada cosa que considerábamos existente no fue más que un modo de mirarla y describirla, una palabra, una frase cuando más. Todo es relato que ocurre en un abrir y cerrar de ojos de la imaginación.
Por eso somos pobres o ricos según se nos apetezcan o no objetos de deseo, tal ves cosas materiales o prebendas y privilegios culturales, y, según, ricos insaciables o pobres satisfechos. “Que no me quites el sol”, hay que recordar que solicitó como única petición Diógenes, que sobrevivía en un barril abandonado, nada menos que a Alejandro, dueño del mundo conocido, cuando Alejandro le ofreció lo que prefiriese.
Hace muy poco, en una tienda pletórica de juguetes, uno de mis nietos prefirió algo que me costó menos de un euro. Iba feliz.
¿A ti –me preguntan- cómo se te ocurre decir que las cosas van mal? A lo mejor -respondo esperanzadamente dudoso- es que soy imbécil.
Preferimos, sin embargo, una dulce mentira que nos reconforte. Y hasta puede funcionar -lo de la mentira, digo- porque el tiempo todo lo puede borrar y reescribir, que la memoria es un palimpsesto donde ponemos lo que conviene a nuestra tranquilidad. El tiempo, que se parece mucho al viento, desgasta las aristas, gasta los filos, descompone y desgasta los impulsos, en definitiva, envejece.
Nada es como es, sino como lo vemos, dice la más moderna de las falacias. Cada cosa que considerábamos existente no fue más que un modo de mirarla y describirla, una palabra, una frase cuando más. Todo es relato que ocurre en un abrir y cerrar de ojos de la imaginación.
Por eso somos pobres o ricos según se nos apetezcan o no objetos de deseo, tal ves cosas materiales o prebendas y privilegios culturales, y, según, ricos insaciables o pobres satisfechos. “Que no me quites el sol”, hay que recordar que solicitó como única petición Diógenes, que sobrevivía en un barril abandonado, nada menos que a Alejandro, dueño del mundo conocido, cuando Alejandro le ofreció lo que prefiriese.
Hace muy poco, en una tienda pletórica de juguetes, uno de mis nietos prefirió algo que me costó menos de un euro. Iba feliz.
¿A ti –me preguntan- cómo se te ocurre decir que las cosas van mal? A lo mejor -respondo esperanzadamente dudoso- es que soy imbécil.
viernes, 27 de agosto de 2010
Cuando llegas a cierta edad, cada poco, el periódico, o, si no, alguien, te da la noticia infausta de que ha muerto otro amigo. Esta mañana toca el turno a Raimundo Pániker, o Panikkar, como él gustaba de recuperar su apellido hindú desde que hace más de medio siglo, descubrió la profundidad del pensamiento oriental, ya viejo cuando los presocráticos tanteaban sus primeras preguntas. Deslumbrado por las posibilidades de buscar al buen padre Dios desde aquella otra perspectiva, por aquel otro camino, escribió un montón de libros en su mayoría inasequibles a los más torpes, como yo, que me extraviaba en mis esfuerzos por tratar de seguirle sin lograr entender más que la corteza de una sabiduría olvidada. La sabiduría –dijo alguien- puede retenerse con un cazamariposas, no es como los saberes, que se llevan de un lado a otro como una carga, sin utilidad ni provecho, pero agobiando la posibilidad, muchas veces, de arriesgarte a explorar, descubrir, tratar de entender. Yo le entendí siempre mejor cuando hablaba. Escribiendo somos todos más cautelosos, porque la palabra queda e insertada entre otras es siempre inimaginablemente interpretable por un eventual lector desconocido a quien, para que nos entendiese, habría muchas veces que explicarle lo que para nosotros quiere decir lo que decimos y a lo peor no acertamos a decir como quisiéramos. La cautela, a veces innecesaria, entorpece, es posible que hasta llegue a oscurecer el contexto o acentuar una ambigüedad inesperada. Un lío, porque callarse es peor. Yo aún tengo medio podrido dentro el polvo de palabras que me gustaría haber dicho y no dije cuando podría haberlo hecho. Duele, sobre todo a horas de debilidad, de fracaso o de nostalgia. Cuando sin darte cuenta extiendes la mano en busca de alguien a quien ofrecer una caricia a cambio de recibir constancia de que está ahí, sobrevive, nos acompaña en el camino.
jueves, 26 de agosto de 2010
Son vocaciones de poetas,
yacen
en ambas márgenes
del camino de cada peregrino que pasa.
Me han dicho ayer que
-ignoro si tú lo sabías-
hay tantos caminos como peregrinos.
Cada poeta,
los inspirados,
los que la ignoran,
los frustrados,
los imposibles,
todos
tuvieron su vocación
llena de vida, de ilusión,
de ternuras inéditas.
Las vocaciones frustradas por la razón que sea,
están,
son marfileños esqueletos blancos,
pelados,
erosionados,
en ambas márgenes de cada camino
y cada peregrino les recita una estrofa,
les deja el eco de cada uno de sus pasos,
deja
sobre su albor,
sobre el ampo blanquísimo
de su desesperanza consumada,
muda,
una piadosa,
misericordiosa
gota
de sudor,
tal vez como una caricia,
tal vez como una palabra,
tal vez
como el vago presagio del temor,
que es como un cansancio vespertino,
de no llegar él tampoco.
yacen
en ambas márgenes
del camino de cada peregrino que pasa.
Me han dicho ayer que
-ignoro si tú lo sabías-
hay tantos caminos como peregrinos.
Cada poeta,
los inspirados,
los que la ignoran,
los frustrados,
los imposibles,
todos
tuvieron su vocación
llena de vida, de ilusión,
de ternuras inéditas.
Las vocaciones frustradas por la razón que sea,
están,
son marfileños esqueletos blancos,
pelados,
erosionados,
en ambas márgenes de cada camino
y cada peregrino les recita una estrofa,
les deja el eco de cada uno de sus pasos,
deja
sobre su albor,
sobre el ampo blanquísimo
de su desesperanza consumada,
muda,
una piadosa,
misericordiosa
gota
de sudor,
tal vez como una caricia,
tal vez como una palabra,
tal vez
como el vago presagio del temor,
que es como un cansancio vespertino,
de no llegar él tampoco.
Me pregunta una moza a pie de kiosco de periódicos por qué se juntan los reyes y las princesas en las bodas de otros príncipes e infantas y se queda muy tranquila cuando le contesto que es que como todo el mundo a veces les gusta asistir a bodas, que es cosa esperanzadora e ilusionada y nosotros, la gente de los pueblos, no solemos invitarlos a las nuestras, no les queda más remedio que juntarse en las de sus semejantes. Copio un texto de Cicerón, escrito algo más de medio siglo antes de Cristo en que dice que “el presupuesto tendrá que estar equilibrado, el tesoro tendrá que volver llenarse, la deuda pública se tendrá que reducir, la arrogancia de la burocracia tendría que ser atemperada y controlada y la ayuda a las tierras extranjeras tendría que eliminarse para que Roma no entre en la bancarrota. El pueblo debe aprender otra vez a trabajar, en vez de vivir de la asistencia pública.”. Nihil novum sub sole. Uno tras otro, los grandes y los pequeños de la tierra nos iremos a hacer puñetas aconsejando lo mismo y haciendo lo contrario a eso al parecer aconsejable, porque hay más gente aficionada a la dulce experiencia de dejarse ir, que a enfrentarse a contra corriente con los problemas. ¿Para qué solucionarlos, si de la solución se deriva siempre una nueva caterva de preguntas? Me pregunto si la trampa democrática de suponer que la justa medida es más probable que la encuentre la mayoría que unos pocos viene a ser una especie de cáncer social, un sida, la enfermedad de nuestro siglo, como la tiranía fue la de la época de la mirada mágica, el feudalismo o la inquisición. A veces hay que recordar que según dicen el casual hallazgo de la penicilina se debió al estudio experimental de la coproterapia. En la historia del mundo, las comadronas bañaban a los recién nacidos en su orina propia, la de las comadronas, o en orina de asno, para así librarlos de ciertas enfermedades. Ha bajado hoy, entre este tremendo calor bochornoso de finales de un caluroso agosto, mi digresión, como las aguas lentas de un riachuelo borracho en la desembocadura. Para colmo, leo que están drenando el oculto lago subterráneo, el acuífero secreto generado por la rápida licuación de la morrena de un glaciar de los Alpes, por miedo a que forme una torrencial avenida que se llevaría un pueblo. El aire está tan quieto, que hasta permanecen posadas las gaviotas veleras y las nubes, perezosas, se van quedando, acumulando, amenazando. Zumba un moscardón y como contrapunto, silba un mosquito.
martes, 24 de agosto de 2010
Uno nunca sabe, cuando acaba el verano, lo que está ocurriendo. Se tiene la impresión de que se regresa, pero me pregunto si regresamos al salir de vacaciones o al volver. Bueno, me lo preguntaba cuando yo también tenía vacaciones y épocas de trabajo. No como ahora, que soy viejo y trabajo a un ritmo que, habida cuenta de que además me gusta por lo general lo que suelo hacer, no sé si puede llamarse de trabajo. De cualquier modo, el verano, la época del ocio más generalizado de los que por lo general trabajan más, es probablemente la época más humana de las personas, más propia, por lo menos, de su condición de tales. Una persona lo es más cuando tiene tiempo para pensar y lo hace, además de soñar y de permitirse el inaudito lujo de estarse quieto mirando al vacío y dejando vagar la imaginación. Correr tras lo que hay que hacer, intentando además hacerlo con presteza y habilidoso acierto, antes que otro se adelante y desde luego procurando hacerlo mejor que ellos, sobre resultar agotador, es inhumano. Y ese es, sin embargo, el empeño habitual en que nos enfrascamos al regresar al trabajo. La diferencia fundamental entre un artesano y un artista estriba en que el artista se esfuerza para crear como pieza única lo que le satisface, mientras que el artesano trata de hacer en serie algo que guste a los demás. Si yo fuese artista, me costaría, creo, desprenderme de una pieza, un cuadro, una escultura, irrepetibles, hechos por mí con ese trabajo de crear. Ventaja del escritor, que siempre puede guardar el original, aunque ese original ya no sea ahora, como antes, una pieza manuscrita, sino el espacio del disco duro que se puede copiar, idéntico casi, una y otra vez.
Pasa el verano. Quedamos pocos más, en cuanto, clac, suena el cierre de la caja del último instrumentos del último bandín de las fiestas, de los que estaremos, si el buen padre Dios quiere, durante las otras tres estaciones, conviviendo con el silencio, que deambula por las calles semivacías, perseguido por el viento, persiguiendo, a su vez, el recuerdo de los rayos de luna, su misterio acuciante. ¿Habíais pensado que la luz de luna es un reflejo, tal vez el eco de la luz, la voz del sol, debilitada, amortiguada? Por eso está tan aparentemente impregnada de la nostalgia de esa luz que al rebotar pierde la lozanía, pero se hace menos agresiva, flota, más que herir, acaricia, es tal vez un recuerdo o una metáfora de la luz, como un claustro se finge camino iniciático sin fin y es posible recorrerlo tantas veces que al final no sabríamos en cual de sus lados estamos, de no haber plantado cipreses en las cuatro esquinas. Un claustro podría ser, también, un laberinto interior, como cuando nos enfrascamos en ser sólo nosotros, empeñados en ignorar que fuera pasan cosas, mientras nosotros, yo, cierro todas las ventanas y me imagino un mundo. Tal vez haya muchos mundos en nuestro interior y seamos los alienígenas también, que andábamos buscando en lugares equivocados. ¿Quién eres tú y qué intención traes? –me pregunto, cuando me encuentro en la encrucijada donde no me esperaba, con ese aspecto, esa reacción, ese miedo, ese dolor o esa alegría que no sabía que pudiesen estar en mi catadura-.
Pasa el verano. Quedamos pocos más, en cuanto, clac, suena el cierre de la caja del último instrumentos del último bandín de las fiestas, de los que estaremos, si el buen padre Dios quiere, durante las otras tres estaciones, conviviendo con el silencio, que deambula por las calles semivacías, perseguido por el viento, persiguiendo, a su vez, el recuerdo de los rayos de luna, su misterio acuciante. ¿Habíais pensado que la luz de luna es un reflejo, tal vez el eco de la luz, la voz del sol, debilitada, amortiguada? Por eso está tan aparentemente impregnada de la nostalgia de esa luz que al rebotar pierde la lozanía, pero se hace menos agresiva, flota, más que herir, acaricia, es tal vez un recuerdo o una metáfora de la luz, como un claustro se finge camino iniciático sin fin y es posible recorrerlo tantas veces que al final no sabríamos en cual de sus lados estamos, de no haber plantado cipreses en las cuatro esquinas. Un claustro podría ser, también, un laberinto interior, como cuando nos enfrascamos en ser sólo nosotros, empeñados en ignorar que fuera pasan cosas, mientras nosotros, yo, cierro todas las ventanas y me imagino un mundo. Tal vez haya muchos mundos en nuestro interior y seamos los alienígenas también, que andábamos buscando en lugares equivocados. ¿Quién eres tú y qué intención traes? –me pregunto, cuando me encuentro en la encrucijada donde no me esperaba, con ese aspecto, esa reacción, ese miedo, ese dolor o esa alegría que no sabía que pudiesen estar en mi catadura-.
lunes, 23 de agosto de 2010
Han liberado, a costa de sabe Dios qué, pero han liberado a dos personas que llevaban más de ocho meses sufriendo las penalidades incontables e inimaginables de cautiverio. Yo no lo haría pero hasta es posible que vuelvan a algún otro país necesitado a tratar de llevar ayuda de algún tipo. Hay gente así de abnegada y admirable, necesaria para compensar a los que nos quedamos enterrados en palabras y conmiseraciones, arropados en el rincón.
Y el mismo día, se me muere otro amigo famoso y celebramos en la calle del pueblo y en las plazas, el centenario de su fiesta más popular, que es la de san Timoteo, el 22 de agosto. Cien años no son nada, pero son también una barbaridad de tiempo.
La gente se arremolina, masifica y aturde. Se encienden y se apagan hasta el paroxismo, luces de muchos colores. Inmensos altavoces, multiplicados por la técnica, dispersan canciones, gritos y el obsesivo ritmo de bombos y tambores. La masa, que no sabe ninguna letra completa, pero necesita gritar, gastar energía, quemar adrenalina, aúlla partes de canciones, gritos guturales, frases cortas, como consignas, fáciles, pegadizas. Dos días y dos noches de algarabía, que esta mañana, bien temprano, empujaban con escobones y mangueras un pequeño ejército de hombres y de mujeres erizados de amarillos refringentes, que hay quien dice que sirven, como los repelentes de insectos para lo suyo, para ahuyentar manazas automovilísticos, mezclados, ahora en verano, entre los conductores avezados y habituales. De vez en cuando, ves pasar la grúa que arrastra uno especialmente mal aparcado, y, a poco, su usuario, crispado el gesto, rojo el arranque del cuello, de ira, profiriendo anacolutos variados y variopintos insultos.
Libertad recién estrenada; muerte, que es como la súbita noticia, tan vieja como el mundo, pero siempre apartada, desechada, temida, de que “nuestras vidas son los ríos” y esa puerta de viejos cuarterones relucientes que tenemos disimulada en el último rincón de la más recóndita estancia del último rincón de nuestro palacio, nuestro castillo, nuestra choza, o, si vagabundos, en el tronco del árbol más próximo, se ha vuelto a abrir y otro amigo, con el que ayer mismo podríamos haber charlado, hecho memoria, inventado un sueño, ha pasado al lugar donde se desentrañan todos los misterios, y, en la calle, como si no pasara nada, humanidad enloquecida, tal vez en parte por subconsciente impulso de que conviene a veces olvidar, para poder seguir recordando.
Y el mismo día, se me muere otro amigo famoso y celebramos en la calle del pueblo y en las plazas, el centenario de su fiesta más popular, que es la de san Timoteo, el 22 de agosto. Cien años no son nada, pero son también una barbaridad de tiempo.
La gente se arremolina, masifica y aturde. Se encienden y se apagan hasta el paroxismo, luces de muchos colores. Inmensos altavoces, multiplicados por la técnica, dispersan canciones, gritos y el obsesivo ritmo de bombos y tambores. La masa, que no sabe ninguna letra completa, pero necesita gritar, gastar energía, quemar adrenalina, aúlla partes de canciones, gritos guturales, frases cortas, como consignas, fáciles, pegadizas. Dos días y dos noches de algarabía, que esta mañana, bien temprano, empujaban con escobones y mangueras un pequeño ejército de hombres y de mujeres erizados de amarillos refringentes, que hay quien dice que sirven, como los repelentes de insectos para lo suyo, para ahuyentar manazas automovilísticos, mezclados, ahora en verano, entre los conductores avezados y habituales. De vez en cuando, ves pasar la grúa que arrastra uno especialmente mal aparcado, y, a poco, su usuario, crispado el gesto, rojo el arranque del cuello, de ira, profiriendo anacolutos variados y variopintos insultos.
Libertad recién estrenada; muerte, que es como la súbita noticia, tan vieja como el mundo, pero siempre apartada, desechada, temida, de que “nuestras vidas son los ríos” y esa puerta de viejos cuarterones relucientes que tenemos disimulada en el último rincón de la más recóndita estancia del último rincón de nuestro palacio, nuestro castillo, nuestra choza, o, si vagabundos, en el tronco del árbol más próximo, se ha vuelto a abrir y otro amigo, con el que ayer mismo podríamos haber charlado, hecho memoria, inventado un sueño, ha pasado al lugar donde se desentrañan todos los misterios, y, en la calle, como si no pasara nada, humanidad enloquecida, tal vez en parte por subconsciente impulso de que conviene a veces olvidar, para poder seguir recordando.
sábado, 21 de agosto de 2010
Son una charanga de Alicante. Los Gavilanes, se llaman, Un día alguien los contrató para venir a tocar en las fiestas de san Timoteo, que cierran el verano de la villa de Luarca, Blanca de la Costa Verde, le inventó para estrambote de adorno, es decir, nombre estrambótico, un alcalde de otra época. Pero de eso hablaré otro día, si acaso. Hoy lo que me importa es que desde aquel año, la charanga de Los Gavilanes se ha integrado en nuestras fiestas cantábricas y vienen espontáneamente, y, nada más llegar, se ponen a recorrer el pueblo, que es como si despertase del letargo de lagarto al sol del corto y ahora cálido verano. Los Gavilanes, de Alicante, de que me declaro rendido admirador, tocan como casi nadie la música que me gusta de Nueva Orleans. Ellos solos encienden una alegría que luego recorren muchos colores, sonidos, estampidos y variopintas locuras festeras. Lo mío, dejando aparte las exquisiteces habituales de índole gastronómica, son Los Gavilanes y su música. Me arrastran por calles, callejas y callejones. Me paro con ellos en las encrucijadas y los miro entrecruzarse, como gastadores legionarios, sin dejar de insistir en esas algarabías donde cada músico parece ir por su lado, pero todos juntos agitan la pompa elástica de sonido y luz que como el flautista de Hamelin arrastra un rebaño de niños, jóvenes, adultos y ancianos con nietos de la mano. Me maravilla ver que la gente conserva esa increíble capacidad de formar grupo, rebaño tal vez y seguir la música como en estado de hipnosis colectivo. Se van unos y acercan otros. Los Gavilanes forman un cometa que atraviesa las postrimerías de agosto como un misterioso fenómeno de luz y sonido. Los seguimos con la tristeza de que se puedan ir pronto a flor de esta desmesurada alegría con que nos están ahora mismo emborrachando. Emborracharse, por lo menos una vez al año, no muchas, pero sí una por lo menos, puede que sea, si no indispensable, muy recomendable para conservar el nivel de humanidad que pone en peligro enterarse por ejemplo de lo chiflada, crispada y disparatada que anda mucha gente. Leo en la prensa que un energúmeno la emprendió a tiros ayer y mató y remató a una persona por una simple discusión de tráfico.
viernes, 20 de agosto de 2010
No te olvides
de poner el cazamariposas
en la esquina del jardín, bueno del patio
(no tenemos jardín),
donde te he dicho en secreto
que pasan
las hadas
al atardecer.
No te olvides de ponerlo
por más que se rían
los enciclopedistas
y los escépticos,
tu y yo
sabemos
que pasan.
Y si no son las hadas, serán ángeles
disfrazados,
por miedo del rechazo de los hombres
de mala voluntad.
Los ángeles son fuertes, yo lo sé y tú lo sabes,
pero tienen prohibido
enfrentarse a la gente.
Deben pedir la limosna
de que confiemos
en ellos.
Por eso podríamos cogerlos con el cazamariposas,
-y si no serán hadas y tendrán
varitas mágicas-,
aunque no sean más, al fin y al cabo,
que diminutos pájaros silvestres,
para,
sean lo que sean,
poner con la extraordinaria delicadeza de que sólo tú eres capaz
un beso
en lo más suave de sus alas,
antes de dejarlos, en seguida, de nuevo
en su gloriosa,
radiante
libertad
de repartir belleza y alegría a manos llenas,
todo a los largo y lo anche de este mundo absurdo,
anochecido
de tristezas.
de poner el cazamariposas
en la esquina del jardín, bueno del patio
(no tenemos jardín),
donde te he dicho en secreto
que pasan
las hadas
al atardecer.
No te olvides de ponerlo
por más que se rían
los enciclopedistas
y los escépticos,
tu y yo
sabemos
que pasan.
Y si no son las hadas, serán ángeles
disfrazados,
por miedo del rechazo de los hombres
de mala voluntad.
Los ángeles son fuertes, yo lo sé y tú lo sabes,
pero tienen prohibido
enfrentarse a la gente.
Deben pedir la limosna
de que confiemos
en ellos.
Por eso podríamos cogerlos con el cazamariposas,
-y si no serán hadas y tendrán
varitas mágicas-,
aunque no sean más, al fin y al cabo,
que diminutos pájaros silvestres,
para,
sean lo que sean,
poner con la extraordinaria delicadeza de que sólo tú eres capaz
un beso
en lo más suave de sus alas,
antes de dejarlos, en seguida, de nuevo
en su gloriosa,
radiante
libertad
de repartir belleza y alegría a manos llenas,
todo a los largo y lo anche de este mundo absurdo,
anochecido
de tristezas.
miércoles, 18 de agosto de 2010
Dicen desde mi entorno, los que mejores ventanas tienen sobre la plaza mayor de mi entidad personal, que me he convertido, además de evidentemente viejo, en un gruñón. El anciano gruñón es una figura proverbial, por lo tanto es probable que frecuente, en la literatura de todos los tiempos. Sin embargo, pienso que se equivocan mis más próximos, porque yo me río mucho por dentro. Lo paso bien, contemplando el lado grotesco de algunas de las cosas que pasan, y en cambio esos viejos gruñones literarios de que hablan los libros, lo son de arriba abajo, de abajo a arriba, de fuera adentro y viceversa, es decir, lo son en su integridad, sin el sentido del humor que Dios me conserve para seguir riéndome de mí mismo con las mismas ganas, Ya sé, ya sé que a veces me oyen quejarme, pero lo mismo que no es oro todo lo que reluce, es cierro que uno se queja para que no se olviden de que está aquí y le deparen atención y que no pase como esta misma mañana, que se habían comido todas las naranjas, no avisaron de la carencia y el “pobre viejo” se quedó sin su zumo mañanero, que tanto le presta. Siempre lo digo: un buen zumo de naranja es uno de los buenos dones que el buen padre Dios pone a disposición de los que pueden comprarse las naranjas. Los cuales, como consecuencia, después de bebérselo, ya deberían salir a la calle con la mejor intención de hacer algo en provecho de la demás gente. Incluso al beber un zumo de naranja, tendríamos que darnos cuenta de que acabamos de gozar de un enorme privilegio que probablemente no hemos merecido.
Quejarse forma parte de la representación. En cuanto lo haces, siempre hay un alma caritativa que se acerca a consolarte, cosa que tampoco mereces porque te quejabas de vicio, pero es que si no, cuando todos entran y salen con esas prisas de ahora, hablando sin cesar y mandando mensajitos por el dichoso telefonino, te da la impresión de haber venido a un mundo diferente del que había cuando los teléfonos eran de manivela y le preguntabas a la telefonista la demora que había para hablar con un abonado de la capital de la provincia y nunca se sabía si te iban a dejar en la cola para hasta la misma hora del día siguiente, “y esté usted atento, no se le vaya a pasar el turno”, que a las ocho de la mañana ya estaba de guardia junto a aquel telefonón con aspecto de gran escarabajo brillante, y, si acaso, con medroso respeto, te atrevías a darle al manubrio y: oiga, señorita, si no es mucha molestia, ¿me podría indicar si ha aumentado mucho la demora de la conferencia que le pedí ayer?
Quejarse forma parte de la representación. En cuanto lo haces, siempre hay un alma caritativa que se acerca a consolarte, cosa que tampoco mereces porque te quejabas de vicio, pero es que si no, cuando todos entran y salen con esas prisas de ahora, hablando sin cesar y mandando mensajitos por el dichoso telefonino, te da la impresión de haber venido a un mundo diferente del que había cuando los teléfonos eran de manivela y le preguntabas a la telefonista la demora que había para hablar con un abonado de la capital de la provincia y nunca se sabía si te iban a dejar en la cola para hasta la misma hora del día siguiente, “y esté usted atento, no se le vaya a pasar el turno”, que a las ocho de la mañana ya estaba de guardia junto a aquel telefonón con aspecto de gran escarabajo brillante, y, si acaso, con medroso respeto, te atrevías a darle al manubrio y: oiga, señorita, si no es mucha molestia, ¿me podría indicar si ha aumentado mucho la demora de la conferencia que le pedí ayer?
martes, 17 de agosto de 2010
Todo lo que había estado lleno de sueños
lo inundó el sol del verano,
el sol
del verano es un desesperado
que viene huyendo
del otro lado casi, del universo.
Devora,
si te descuidas, tus más íntimos
pensamientos
y los reduce a ruido de la mar,
El sol del verano es
como el fondo
de una inmensa caracola.
Suena azul y verdemar
como una moza morena.
Es un peligro, el sol del verano,
lo inundó el sol del verano,
el sol
del verano es un desesperado
que viene huyendo
del otro lado casi, del universo.
Devora,
si te descuidas, tus más íntimos
pensamientos
y los reduce a ruido de la mar,
El sol del verano es
como el fondo
de una inmensa caracola.
Suena azul y verdemar
como una moza morena.
Es un peligro, el sol del verano,
domingo, 15 de agosto de 2010
Loa mayores calores, decían los amigos de mis abuelos, son de Virgen a Virgen. Ellos los soportaban a veces en Madrid, desde la fiesta de la Virgen del Carmen hasta la de la Paloma, que en Gijón celebran la de Begoña, en Luarca la del Rosario y en cada lugar la advocación que por alguna razón prefieren para este día.
Y a partir de la Virgen de Agosto, es decir, del quince en adelante, en agosto, frío en el rostro, dice el refrán. Los días se acortan perceptiblemente y empieza helar.
Queda verano, todavía, sin duda, pero hasta que en setiembre se dore y permanezca el hermoso tiempo que se despliega con parte de los finales del verano y el principio del otoño, agosto será un lento declinar del sol, un progresivo deslucirse del azul del cielo, será el cansancio del verano.
Todavía no son más que proyectos los libros que se publicarán allá para setiembre, más bien en octubre. No es aún tiempo de pensar que las vacaciones son como una botella todavía medio llena quedan multitud de cosas por hacer, pero los lirios se secaron hace días y están entre los artos rojoscuro brillantes las zarzamoras.
Discutimos respecto de la antigüedad de los mapas. Y como en casi todo, lo que debatimos en realidad es la antigüedad de mapas parecidos, guardadas todas las diferencias, a los actuales, que debió ser cosa de los siglos XIII o XIV, sin perjuicio de admitir que se intentó representar gráficamente el espacio, para localizar determinados lugares o algunas etnias diferenciadas, desde tiempo inmemorial, siglos antes de JC, por chinos y después por babilonios. Casi todo lo que se discute al azar, porque su mención se hace en cualquier conversación en que se hablaba de cualquier cosa, puede servir para iniciar una serie de consultas, leer media docena de libros, ahora consultar Internet. Internet, decía hace poco un amigo, es algo así como el compendio, la enciclopedia general del conocimiento humano, con multitud de notas, además, como si fuese a pie de página, en que aparecen minuciosos detalles inesperados, complementarios de cada respuesta de la red o discrepantes de ella. Te llevas ahora el ordenador, cada vez más liviano, más flaco, pero a la vez más independiente y más poderoso y llevas contigo la mayor, mejor y más surtida biblioteca del mundo.
Hecho que ha suscitado otra discusión, pero ésta más generalizada, que preocupa a más gente, por muchos y mus distintos motivos: la de si desaparecerá un día el libro, en su aspecto actual, impreso sobre papel. En su día, los conservadores, que supongo habría, de la biblioteca de Alejandría no pudieron ni suponer que algo sustituiría a los cilindros aquéllos, o los babilonios que se dejarían de utilizar las tablillas, o los egipcios que el papiro.
Un futuro que los más viejos miramos con apasionada avidez.
Y que, cuando éramos jóvenes, como pasa ahora, teníamos tanto tiempo y tantas cosas prioritarias que hacer, que descuidamos de por lo menos explorar con la imaginación abierta de Verne o de Asimov, que nos iban describiendo un mundo fantástico y sonreíamos con desdén.
Hasta que las armas en general y las bombas en particular se salieron de la medida humana y cuando, por haber superado la “mirada mágica” medieval, creíamos haber superado el miedo, descubrimos la profundidad de la “mirada técnica”.
Y a partir de la Virgen de Agosto, es decir, del quince en adelante, en agosto, frío en el rostro, dice el refrán. Los días se acortan perceptiblemente y empieza helar.
Queda verano, todavía, sin duda, pero hasta que en setiembre se dore y permanezca el hermoso tiempo que se despliega con parte de los finales del verano y el principio del otoño, agosto será un lento declinar del sol, un progresivo deslucirse del azul del cielo, será el cansancio del verano.
Todavía no son más que proyectos los libros que se publicarán allá para setiembre, más bien en octubre. No es aún tiempo de pensar que las vacaciones son como una botella todavía medio llena quedan multitud de cosas por hacer, pero los lirios se secaron hace días y están entre los artos rojoscuro brillantes las zarzamoras.
Discutimos respecto de la antigüedad de los mapas. Y como en casi todo, lo que debatimos en realidad es la antigüedad de mapas parecidos, guardadas todas las diferencias, a los actuales, que debió ser cosa de los siglos XIII o XIV, sin perjuicio de admitir que se intentó representar gráficamente el espacio, para localizar determinados lugares o algunas etnias diferenciadas, desde tiempo inmemorial, siglos antes de JC, por chinos y después por babilonios. Casi todo lo que se discute al azar, porque su mención se hace en cualquier conversación en que se hablaba de cualquier cosa, puede servir para iniciar una serie de consultas, leer media docena de libros, ahora consultar Internet. Internet, decía hace poco un amigo, es algo así como el compendio, la enciclopedia general del conocimiento humano, con multitud de notas, además, como si fuese a pie de página, en que aparecen minuciosos detalles inesperados, complementarios de cada respuesta de la red o discrepantes de ella. Te llevas ahora el ordenador, cada vez más liviano, más flaco, pero a la vez más independiente y más poderoso y llevas contigo la mayor, mejor y más surtida biblioteca del mundo.
Hecho que ha suscitado otra discusión, pero ésta más generalizada, que preocupa a más gente, por muchos y mus distintos motivos: la de si desaparecerá un día el libro, en su aspecto actual, impreso sobre papel. En su día, los conservadores, que supongo habría, de la biblioteca de Alejandría no pudieron ni suponer que algo sustituiría a los cilindros aquéllos, o los babilonios que se dejarían de utilizar las tablillas, o los egipcios que el papiro.
Un futuro que los más viejos miramos con apasionada avidez.
Y que, cuando éramos jóvenes, como pasa ahora, teníamos tanto tiempo y tantas cosas prioritarias que hacer, que descuidamos de por lo menos explorar con la imaginación abierta de Verne o de Asimov, que nos iban describiendo un mundo fantástico y sonreíamos con desdén.
Hasta que las armas en general y las bombas en particular se salieron de la medida humana y cuando, por haber superado la “mirada mágica” medieval, creíamos haber superado el miedo, descubrimos la profundidad de la “mirada técnica”.
viernes, 13 de agosto de 2010
-¿Qué quiere comer?
-Peces –le digo-
-¿Qué clase de peces?
-Da igual. Peces, y, de postre, arroz con leche. Al arroz, antes de traerlo, le pasa usted por encima algo, el hierro de la cocina o una plancha de hierro. La abuela lo hacía y por encima del arroz se formaba una delgada, fragilísima costra de caramelo crujiente. Eso quiero.
Y eso me dio ayer, y pan, y vino albariño y un café cortado, negro, espeso, razonablemente azucarado.
-Gracias,
-A usted, por haber venido a comer.
-A ti, por darme comida.
-Bueno, nos daremos las gracias recíprocamente. A ti por darme de comer y a mí por haber comido. Por cierto, ¿qué pez era?
-Lubina.
Cuando yo era niño, a la lubina, en el puerto, le llamábamos roballiza, mi madre la ponía al horno, con patatas panaderas por debajo. A mí siempre me gustaban más las patatas que el pescado. Mi madre aprendió a cocina cuando vinieron las guerras y se acabaron las cocineras, salvo para ricos y afamados.
-¿Qué son afamados?
-Lo sabes tú bien. Toda esa pléyade de vividores que trabajan tanto para no dar palo en el agua y pasan de boca en boca, contando sus vulgaridades para que la gente nos quedemos asombrados de su prodigiosa desfachatez. El auténtico milagro es el de la cantidad de gente a que proporcionan empleo, dedicación o por lo menos modo de vivir sin demasiado esfuerzo.
Agosto se despereza tarde, como buen mes de vacaciones. Llueva o haga sol, abres el balcón de par en par y entra el aire de la mañana, todavía sin gastar, cristalino, que huele a mar y a río. Muy altas, graznan sin entusiasmo las gaviotas. Un poco más abajo, la bandada de las palomas se aprieta acosada por el halcón importado para diezmarlas antes de que se nos coman. En el río, entre los patos, disimulando, un cormorán se agencia el desayuno a base de truchas pequeñas, que eran las buenas de cuando abundaban, que se comían como los boquerones, cola y cabeza incluidas. Ahora ni grandes ni pequeñas. Pusieron unos letreros que avisan de que este tramo de ría es “coto de pesca sin muerte”. Pescar y soltar el pez. Otra mentira más, para el zurrón social del tiempo que viene. Leo que alguien ha opinado que para sobrevivir, los humanos habrán de colonizar el espacio. Interesante asunto, que por desgracia a muchos ya no nos va a concernir. ¿Se podrá sobrevivir en el recuerdo de otro? Y allí, en el encierro, entre las cóncavas paredes de un cerebro ajeno, ¿seremos como fuimos o como él nos consiga o nos prefiera recordar?
-Peces –le digo-
-¿Qué clase de peces?
-Da igual. Peces, y, de postre, arroz con leche. Al arroz, antes de traerlo, le pasa usted por encima algo, el hierro de la cocina o una plancha de hierro. La abuela lo hacía y por encima del arroz se formaba una delgada, fragilísima costra de caramelo crujiente. Eso quiero.
Y eso me dio ayer, y pan, y vino albariño y un café cortado, negro, espeso, razonablemente azucarado.
-Gracias,
-A usted, por haber venido a comer.
-A ti, por darme comida.
-Bueno, nos daremos las gracias recíprocamente. A ti por darme de comer y a mí por haber comido. Por cierto, ¿qué pez era?
-Lubina.
Cuando yo era niño, a la lubina, en el puerto, le llamábamos roballiza, mi madre la ponía al horno, con patatas panaderas por debajo. A mí siempre me gustaban más las patatas que el pescado. Mi madre aprendió a cocina cuando vinieron las guerras y se acabaron las cocineras, salvo para ricos y afamados.
-¿Qué son afamados?
-Lo sabes tú bien. Toda esa pléyade de vividores que trabajan tanto para no dar palo en el agua y pasan de boca en boca, contando sus vulgaridades para que la gente nos quedemos asombrados de su prodigiosa desfachatez. El auténtico milagro es el de la cantidad de gente a que proporcionan empleo, dedicación o por lo menos modo de vivir sin demasiado esfuerzo.
Agosto se despereza tarde, como buen mes de vacaciones. Llueva o haga sol, abres el balcón de par en par y entra el aire de la mañana, todavía sin gastar, cristalino, que huele a mar y a río. Muy altas, graznan sin entusiasmo las gaviotas. Un poco más abajo, la bandada de las palomas se aprieta acosada por el halcón importado para diezmarlas antes de que se nos coman. En el río, entre los patos, disimulando, un cormorán se agencia el desayuno a base de truchas pequeñas, que eran las buenas de cuando abundaban, que se comían como los boquerones, cola y cabeza incluidas. Ahora ni grandes ni pequeñas. Pusieron unos letreros que avisan de que este tramo de ría es “coto de pesca sin muerte”. Pescar y soltar el pez. Otra mentira más, para el zurrón social del tiempo que viene. Leo que alguien ha opinado que para sobrevivir, los humanos habrán de colonizar el espacio. Interesante asunto, que por desgracia a muchos ya no nos va a concernir. ¿Se podrá sobrevivir en el recuerdo de otro? Y allí, en el encierro, entre las cóncavas paredes de un cerebro ajeno, ¿seremos como fuimos o como él nos consiga o nos prefiera recordar?
miércoles, 11 de agosto de 2010
El borrico, un león, cinco músicos de metal, pintados de negro, una llufa, una postal, mi habitat, este rincón, como decía un amigo fotógrafo, que lo ven todo de una ojeada, un puzzle de fichas descabaladas, fotografías, relojes, figuritas que trepan, yacen, están sentadas o se miran una mariposa que se les acaba de posar en el pie, miniositos de peluche y un ratón de trapo que vendían en el aeropuerto. Un codrilócolo –que no, abuelito, dice Catalina, que se dice cocodrilo, pues bueno, eso, le contesto, codrilócolo. Se desespera-, el codrilócolo lleva una goma de borrar entre las fauces abiertas, que no cierra nunca. Un oso y un rinoceronte. Dos leones, botes de pegamento y un portalápices, que lo que porta es una mescolanza de lápices, bolígrafos y rotuladores..
Afuera está plagado de gente que quiere vendernos, por precios exorbitantes, cosas que no los valen, o que quieren cobrarnos por cualquier servicio que no les hayamos solicitado, o, para qué te voy a decir entonces, que les hayamos suplicado que nos hicieran. Hará un mes, por ejemplo, se rompió un cristal de la claraboya del desván. Una odisea, osidia, decía la buena de Benita, que había oído campanas. Ni hay quien sepa, ni quien quiera ponerle el cristal a la claraboya, que no es tal, señor, sino una “ventana de desván”. Toda la vida, las ventanas de desván, puestas al hilo de se caída, fueron claraboyas. Pues ésta, no. Esta es una “ventana de desván”. Tienen que venir de Oviedo –Oviedo está a cien kilómetros-, a poner ese cristal, que, consultado el supuesto representante de la marca, habrá que encargar a Dinamarca. ¡El Cielo me valga! Un miserable cristal, que supongo no precioso, ¿y hay que encargarlo a Dinamarca?. Pregunto, discreta, prudente, medrosamente, lo que me costaría, que serán alrededor de trescientos euros. Oiga, señora –es una señora, la del otro lado del mostrador-, traduciendo a pesetas, me está usted pidiendo cuarenta y nueve mil novecientas dieciséis pesetas con diez céntimos por poner un cristal a una clara…, bueno, a una “ventana de tejado”. Ni se inmuta: lo toma o lo deja –añade sin perder la sonrisa-
Me mandan invitaciones para aprovechar el verano y asistir …, si asistiera a la mitad, incluso sólo a un tercio de los eventos a que me convocan, unas veces solo, otras con posible “acompañante”, bastantes, “y señora”, no tendría ni verano ni tiempo de leer. Voy completando el programa: un poco de autobiografía, algo de novela policíaca, los trípticos de Davies, que empecé esta mañana el segundo y promete. Completo con un repaso de la historia de la España medieval, un tiempo y un espacio que debieron de ser espantosos para sobrevivir, en la medida de lo posible, entre hambrunas, guerras, pestes, bandoleros, inquisición, galeras, piratas berberiscos, corsarios, piratas vikingos, y, para colmo, la mirada mágica como único recurso para tratar de entender cada miseria o cada alegría de la rutina diaria.
Si Kafka estuviera vivo, escribiría su mejor novela enfrentando a un protagonista inerme ante el cocherío. Algún fabricante de automóviles lo procuraría, si no silenciar, para que no le hiciese polvo el negocio. Recaigo en mi convicción de que ese Frankenstein moderno: el coche, será el que a la más o menos, más bien menos larga, acabará con la especie humana. No hay más que darle tiempo. No va a necesitar demasiado, ayudado además por algún que otro manazas crispado, como los que se ven mirarte, cuando se cruzan con un molesto peatón como yo, que en cuanto corren un poco, y les gusta correr mucho como comer con los dedos, no son ellos los que llevan la máquina, sino ella la que los arrebata, enardece, encalabrina y al final desespera.
Afuera está plagado de gente que quiere vendernos, por precios exorbitantes, cosas que no los valen, o que quieren cobrarnos por cualquier servicio que no les hayamos solicitado, o, para qué te voy a decir entonces, que les hayamos suplicado que nos hicieran. Hará un mes, por ejemplo, se rompió un cristal de la claraboya del desván. Una odisea, osidia, decía la buena de Benita, que había oído campanas. Ni hay quien sepa, ni quien quiera ponerle el cristal a la claraboya, que no es tal, señor, sino una “ventana de desván”. Toda la vida, las ventanas de desván, puestas al hilo de se caída, fueron claraboyas. Pues ésta, no. Esta es una “ventana de desván”. Tienen que venir de Oviedo –Oviedo está a cien kilómetros-, a poner ese cristal, que, consultado el supuesto representante de la marca, habrá que encargar a Dinamarca. ¡El Cielo me valga! Un miserable cristal, que supongo no precioso, ¿y hay que encargarlo a Dinamarca?. Pregunto, discreta, prudente, medrosamente, lo que me costaría, que serán alrededor de trescientos euros. Oiga, señora –es una señora, la del otro lado del mostrador-, traduciendo a pesetas, me está usted pidiendo cuarenta y nueve mil novecientas dieciséis pesetas con diez céntimos por poner un cristal a una clara…, bueno, a una “ventana de tejado”. Ni se inmuta: lo toma o lo deja –añade sin perder la sonrisa-
Me mandan invitaciones para aprovechar el verano y asistir …, si asistiera a la mitad, incluso sólo a un tercio de los eventos a que me convocan, unas veces solo, otras con posible “acompañante”, bastantes, “y señora”, no tendría ni verano ni tiempo de leer. Voy completando el programa: un poco de autobiografía, algo de novela policíaca, los trípticos de Davies, que empecé esta mañana el segundo y promete. Completo con un repaso de la historia de la España medieval, un tiempo y un espacio que debieron de ser espantosos para sobrevivir, en la medida de lo posible, entre hambrunas, guerras, pestes, bandoleros, inquisición, galeras, piratas berberiscos, corsarios, piratas vikingos, y, para colmo, la mirada mágica como único recurso para tratar de entender cada miseria o cada alegría de la rutina diaria.
Si Kafka estuviera vivo, escribiría su mejor novela enfrentando a un protagonista inerme ante el cocherío. Algún fabricante de automóviles lo procuraría, si no silenciar, para que no le hiciese polvo el negocio. Recaigo en mi convicción de que ese Frankenstein moderno: el coche, será el que a la más o menos, más bien menos larga, acabará con la especie humana. No hay más que darle tiempo. No va a necesitar demasiado, ayudado además por algún que otro manazas crispado, como los que se ven mirarte, cuando se cruzan con un molesto peatón como yo, que en cuanto corren un poco, y les gusta correr mucho como comer con los dedos, no son ellos los que llevan la máquina, sino ella la que los arrebata, enardece, encalabrina y al final desespera.
Resulta patético que se reconozca un fracaso, cuando, en seguida, se pone de manifiesto el propósito de que se va a enmendar. Lo adecuado para estos casos es enmendarlo y enmendarse, y, sólo después, publicarlo a bombo y platillo para que todo el mundo se entere.
Lo otro me recuerda un perro que tuve, conmovedor cuando metía la cabeza debajo de cualquier cama o de un montón de ropa y se consideraba oculto y protegido, con todo el cuerpazo fuera y a plena luz. Intentan, los fracasados, para mí siempre respetables, disimular el hecho. Supongo que así se sienten algo justificados. “No somos del todo responsables –parecen querer advertir- de lo ocurrido. Lo enmendaremos en seguida”. Lo enmendarán o no, en realidad, que a veces las cosas no son ni tan fáciles ni tan difíciles como parecen. Lo importante, acaba de decirme un amigo en la calle, es no rendirse. “Rendirse nunca”-, estiró con evidente dificultad, para decirme, su endeblez, ya parecida a la mía, con el peso de primaveras, veranos, otoños e inviernos que a ambos empieza a abrumarnos.
Como estamos en víspera de fiestas, disparan cohetes y se alborota la población de gaviotas. De algún modo, la escena, con el aire rasgado de graznidos alarmados, recuerda la de los políticos, que justo ahora, cuando advierten síntomas de convocatoria electoral, salen de sus mechinales, se mueven en sus pedestales, rebullen en sus poltronas y graznan, alarmados, anunciando multitud de buenas nuevas para el común de los sabiamente desconfiados mortales de a pie entre que me cuento y considero.
Miércoles, mercadillo, estalaches y chiringuitos. Un negro vestido de fiesta, rojos, amarillos, ribetes y lentejuelas en su amplia túnica, me pretende vender un elefante casi de tamaño natural, me conmueve y le compro otro más pequeño. Fruta, embutidos, quesos, abalorios, discos de todas clases, marcas y pelajes, piratas o no. Caramelos, hierbas medicinales, cestos, cascabeles de latón, muñecos, zapatos, ropa de todas clases. Almireces, campanillas, plantas y flores, cuchillos, navajas de Taramundi, que cortan un pelo en el aire. Deme naranjas, fréjoles y plátanos verdes. Rehúsa hoy el sol su cooperación, pero alienta oleadas de calor húmedo, humedad de río y de mar, que entrambas de conjugan y convierten en sudor. Verano, pero han muerto ya los lirios amarillos, que señal de anuncio de presagio de advertencia de vísperas de otoño. En Méjico, fecha el periódico una noticia de los vigilantes de la salud, según la cual ha muerto la pandemia de la gripe A. Me acuerdo, por analogía, de aquella tremenda frase de Brecht, cuando censuraba que se alegrasen por la muerte de un tirano, “la perra que lo parió –dice Brecht-, está de nuevo en celo”. Cualquier día aparecerá la gripe B, o la Z, y si ésta recién psada fue porcina, la próxima será asnal o rinoceróntica. Vaya usted a saber.
Lo otro me recuerda un perro que tuve, conmovedor cuando metía la cabeza debajo de cualquier cama o de un montón de ropa y se consideraba oculto y protegido, con todo el cuerpazo fuera y a plena luz. Intentan, los fracasados, para mí siempre respetables, disimular el hecho. Supongo que así se sienten algo justificados. “No somos del todo responsables –parecen querer advertir- de lo ocurrido. Lo enmendaremos en seguida”. Lo enmendarán o no, en realidad, que a veces las cosas no son ni tan fáciles ni tan difíciles como parecen. Lo importante, acaba de decirme un amigo en la calle, es no rendirse. “Rendirse nunca”-, estiró con evidente dificultad, para decirme, su endeblez, ya parecida a la mía, con el peso de primaveras, veranos, otoños e inviernos que a ambos empieza a abrumarnos.
Como estamos en víspera de fiestas, disparan cohetes y se alborota la población de gaviotas. De algún modo, la escena, con el aire rasgado de graznidos alarmados, recuerda la de los políticos, que justo ahora, cuando advierten síntomas de convocatoria electoral, salen de sus mechinales, se mueven en sus pedestales, rebullen en sus poltronas y graznan, alarmados, anunciando multitud de buenas nuevas para el común de los sabiamente desconfiados mortales de a pie entre que me cuento y considero.
Miércoles, mercadillo, estalaches y chiringuitos. Un negro vestido de fiesta, rojos, amarillos, ribetes y lentejuelas en su amplia túnica, me pretende vender un elefante casi de tamaño natural, me conmueve y le compro otro más pequeño. Fruta, embutidos, quesos, abalorios, discos de todas clases, marcas y pelajes, piratas o no. Caramelos, hierbas medicinales, cestos, cascabeles de latón, muñecos, zapatos, ropa de todas clases. Almireces, campanillas, plantas y flores, cuchillos, navajas de Taramundi, que cortan un pelo en el aire. Deme naranjas, fréjoles y plátanos verdes. Rehúsa hoy el sol su cooperación, pero alienta oleadas de calor húmedo, humedad de río y de mar, que entrambas de conjugan y convierten en sudor. Verano, pero han muerto ya los lirios amarillos, que señal de anuncio de presagio de advertencia de vísperas de otoño. En Méjico, fecha el periódico una noticia de los vigilantes de la salud, según la cual ha muerto la pandemia de la gripe A. Me acuerdo, por analogía, de aquella tremenda frase de Brecht, cuando censuraba que se alegrasen por la muerte de un tirano, “la perra que lo parió –dice Brecht-, está de nuevo en celo”. Cualquier día aparecerá la gripe B, o la Z, y si ésta recién psada fue porcina, la próxima será asnal o rinoceróntica. Vaya usted a saber.
martes, 10 de agosto de 2010
Preocupa que las niñas, leo, se conviertan en adolescentes cada vez más temprano, antes de los doce años. Anda, y los niños. Cada vez hay menos niños ingenuos, con los medios, procedimientos e informaciones que ahora los abruman.
Tengo entendido que han dedicado en París las fábricas de niños de antaño a museos de lo más variopinto, en que se exhiben tiragomas, soldaditos de plomo, cuentos de hadas y cochecitos de hojalata. Y que las cigüeñas han dejado de emigrar porque ya no necesitan entrenarse a traer el hatillo de bebé que echaban por la chimenea.
Ahora despachan, en algunas autonomías, consejería correspondiente, libritos de instrucciones de cómo se hacen los niños. Menos mal que vienen traducidos del anglosajón o no sé si del noruego o el chino mandarín y nos hay quien los entienda. Como suele ocurrir con los electrodomésticos made in Taiwan y las compactas made in la otra China continental y a veces en India, donde las vacas son sagradas, dicen, y supongo que parirán en la calle. Antes, los que más sabían de eso de los partos y demás, eran los chicos que bajaban a estudiar de la aldea más próxima, que casi todos habían visto lo que ocurría con los semovientes de casa y corte –en mi tierra y comarca, a la cuadra le llamaban corte y hasta hace bien poco estaba en la planta baja de la vivienda familiar- y estaban todos al cabo de la calle, y no como nosotros, los niños villanos, que nos pasábamos por tradición oral, de boca discreta a oreja atenta, peregrinas informaciones respecto del interesante asunto que tan de cerca, adolescentes en flor, agobiados de sexo, nos incumbía y despertaba por las noches, desconcertados por premoniciones oníricas de la utilidad de nuestras partes pudendas.
Tengo entendido que han dedicado en París las fábricas de niños de antaño a museos de lo más variopinto, en que se exhiben tiragomas, soldaditos de plomo, cuentos de hadas y cochecitos de hojalata. Y que las cigüeñas han dejado de emigrar porque ya no necesitan entrenarse a traer el hatillo de bebé que echaban por la chimenea.
Ahora despachan, en algunas autonomías, consejería correspondiente, libritos de instrucciones de cómo se hacen los niños. Menos mal que vienen traducidos del anglosajón o no sé si del noruego o el chino mandarín y nos hay quien los entienda. Como suele ocurrir con los electrodomésticos made in Taiwan y las compactas made in la otra China continental y a veces en India, donde las vacas son sagradas, dicen, y supongo que parirán en la calle. Antes, los que más sabían de eso de los partos y demás, eran los chicos que bajaban a estudiar de la aldea más próxima, que casi todos habían visto lo que ocurría con los semovientes de casa y corte –en mi tierra y comarca, a la cuadra le llamaban corte y hasta hace bien poco estaba en la planta baja de la vivienda familiar- y estaban todos al cabo de la calle, y no como nosotros, los niños villanos, que nos pasábamos por tradición oral, de boca discreta a oreja atenta, peregrinas informaciones respecto del interesante asunto que tan de cerca, adolescentes en flor, agobiados de sexo, nos incumbía y despertaba por las noches, desconcertados por premoniciones oníricas de la utilidad de nuestras partes pudendas.
Ya está bien –dice mi otro yo-, es hora de que des de mano y te sientes en el banco de afuera, en el patio florido, mínimo jardín, a mirar cómo pasa la gente, apresurada, cada cual a lo suyo.
Yo le contesto que nos aburriríamos.
El, textualmente, que bueno, allá yo, él dice allá tú, que nos moriremos ambos cualquier día, en cualquier esfuerzo. Y date cuenta –añade con innecesaria crueldad- de que a ciertas edades cada movimiento es un esfuerzo, cada tirón de correa de la perra –joven, fuerte, ágil, divertida, pero implacable en su afán de jugar, saltar, brincar, huir-, cada digestión, cada apresuramiento.
¡Anda ya!, pesimista. Lo malo será irse apagando, perder la cuenta de las gaviotas y de las nubes que pasan, dejar de interesarte por las noticias que van llegando. Hoy, por ejemplo, ya sabemos que una nueva ola gigante se mueve por algún mar, que un treintañero audaz acaba de recorrer a pie y atravesar la selva del Amazonas, que la tropa de impúdicos sigue presumiendo de su triste fama, que nadie ha descubierto panacea alguna para la crisis, que los políticos, incluso durante este tiempo de descanso, siguen urdiendo añagazas para mantener o para alcanzar jugosas sinecuras y que la parte oscura de la humanidad ha producido nuevos energúmenos ansiosos de lastimar, herir e incluso matar a sus semejantes.
Vale la pena tratar de sobrevivir. Y de ayudar por lo menos con una sonrisa, que tampoco supone tanto esfuerzo, digo yo.
Ya que estamos aquí, vale sin duda la pena seguir aprovechando el tiempo.
Aunque sea rodeados a veces de fantasmas
Yo le contesto que nos aburriríamos.
El, textualmente, que bueno, allá yo, él dice allá tú, que nos moriremos ambos cualquier día, en cualquier esfuerzo. Y date cuenta –añade con innecesaria crueldad- de que a ciertas edades cada movimiento es un esfuerzo, cada tirón de correa de la perra –joven, fuerte, ágil, divertida, pero implacable en su afán de jugar, saltar, brincar, huir-, cada digestión, cada apresuramiento.
¡Anda ya!, pesimista. Lo malo será irse apagando, perder la cuenta de las gaviotas y de las nubes que pasan, dejar de interesarte por las noticias que van llegando. Hoy, por ejemplo, ya sabemos que una nueva ola gigante se mueve por algún mar, que un treintañero audaz acaba de recorrer a pie y atravesar la selva del Amazonas, que la tropa de impúdicos sigue presumiendo de su triste fama, que nadie ha descubierto panacea alguna para la crisis, que los políticos, incluso durante este tiempo de descanso, siguen urdiendo añagazas para mantener o para alcanzar jugosas sinecuras y que la parte oscura de la humanidad ha producido nuevos energúmenos ansiosos de lastimar, herir e incluso matar a sus semejantes.
Vale la pena tratar de sobrevivir. Y de ayudar por lo menos con una sonrisa, que tampoco supone tanto esfuerzo, digo yo.
Ya que estamos aquí, vale sin duda la pena seguir aprovechando el tiempo.
Aunque sea rodeados a veces de fantasmas
lunes, 9 de agosto de 2010
Puedo, para eso soy el autor, crear mi personaje, poner y quitarle vicios y virtudes, manías, si me apetece, hasta algún tic característico. Lo que pasa es que si acabo por darle vida, la tendrá, y eso será un problema. Nada menos que ahí reside la dificultad de escribir un relato. O es una visión evanescente, poco menos que onírica, de un trozo de vida sobre que pase la mirada como distraída, o se ha de meter uno en la harina de que los personajes se humanicen y apasionen con ser ellos mismos, diferentes, pero, esto es lo peor, arrancados de algún modo del autor, que sufre cada pérdida porque descoloca las facetas de su personalidad y puede llegar a sentir que se enfrentan o por lo menos se discuten puntos de vista inesperados, resultantes de que nos veamos desde varias perspectivas a la vez, combinando los aspectos más y menos aceptables de nuestra personalidad de maneras imprevisibles.
Imaginad un relato cualquiera: un adolescente granujiento; universitario reciente; todavía no ha asimilado el ámbito de libertad que debe controlar, recién salido como se halla de la casa paterna, en que los límites estaban determinados y los principios se daban por descontado. Ahora es él mismo, pero no tiene quien le advierta de que debe administrarse un tiempo que, desde su perspectiva joven, parece abundante,, prácticamente interminable y gratuito. El sexo, como una vaga niebla, a ratos casi imperceptible, transparente, pero otros densa, impenetrable, como mucho, traslúcida. Y a esta hora de la tarde, casi principio de noche, en otoño, abrumando cada pensamiento con la habitual distorsión que el mero hecho de cruzarse con una hembra, no una mujer, una hembra, durante la adolescencia la diferencia entre uno y otro concepto está clara, la hembra llama apasionadamente, la mujer debe ser respetada. Ahora está empezando a salir de su crisálida y se enfrenta por primera vez con la ausencia del cuidado vigilante, con la propia responsabilidad, debilitada por el anonimato, Nadie va a enterarse de lo que haga. Por lo menos, nadie conocido. Está solo con el mundo y el mundo, en gran parte, podría ganarlo con la fuerza de su determinación y su brazo …
¿Para qué seguir? El relato, a partir de ahora, se convierte en una secuencia en que el personaje, en principio agradable, se advierte que se va oscureciendo. No se hace malo en el mal sentido de la palabra, pero se obnubila y algo que no forma parte de él, sino que es circunstancial, ni está en ella, que también se enamora, pero de otra manera, puesto que él se ha convertido en un posesivo varón, ciego de deseo, mientras que ella no advierte más que su condición de inmaduro, necesitado de que se ahorme y convierta en amor, tal vez para otra ocasión, otra mujer, otro tiempo, esto que ahora, para ambos, no es más que un intercambio de señales de atracción.
Ella era alegre, al ser creada, triste él, pero ambos simpáticos, aparentemente civilizados, atractivos. A lo largo del relato intervienen la curiosidad, el afecto, la desmesura ocasional.
Huyamos. Podríamos estar escribiendo el boceto de una novela de nuestro tiempo apasionado –la juventud de cada generación es siempre de uno u otro modo apasionada-, a lo largo de la cual sin duda ocurrirían cosas disparatadas. Apartemos a los posibles protagonistas. Ideemos y contemos que ambos han tenido que emprender, con motivo de sus estudios o de la situación económica de la familia o del súbito cierre de la pensión porque han expropiado y van a derribar el viejo caserón. Alejemos de nuestra imaginación sus vidas. Hoy, al fin y al cabo, no es más que una atardecida de pleno verano. Tiran cohetes y enloquecen los perros de la vecindad. Pasa una charanga. Me adormece la música, puesta muy baja, apenas audible. Una corneta dibuja arabescos en el aire, la acompañan el saxo y el clarinete, puntea el piano, que, de pronto, se queda solo …
Imaginad una joven, esa misma que acaba de pasar, erguida, desafiante, consciente de su atractivo …
Un autor puede parecer, incluso ser, incorregible …
Imaginad un relato cualquiera: un adolescente granujiento; universitario reciente; todavía no ha asimilado el ámbito de libertad que debe controlar, recién salido como se halla de la casa paterna, en que los límites estaban determinados y los principios se daban por descontado. Ahora es él mismo, pero no tiene quien le advierta de que debe administrarse un tiempo que, desde su perspectiva joven, parece abundante,, prácticamente interminable y gratuito. El sexo, como una vaga niebla, a ratos casi imperceptible, transparente, pero otros densa, impenetrable, como mucho, traslúcida. Y a esta hora de la tarde, casi principio de noche, en otoño, abrumando cada pensamiento con la habitual distorsión que el mero hecho de cruzarse con una hembra, no una mujer, una hembra, durante la adolescencia la diferencia entre uno y otro concepto está clara, la hembra llama apasionadamente, la mujer debe ser respetada. Ahora está empezando a salir de su crisálida y se enfrenta por primera vez con la ausencia del cuidado vigilante, con la propia responsabilidad, debilitada por el anonimato, Nadie va a enterarse de lo que haga. Por lo menos, nadie conocido. Está solo con el mundo y el mundo, en gran parte, podría ganarlo con la fuerza de su determinación y su brazo …
¿Para qué seguir? El relato, a partir de ahora, se convierte en una secuencia en que el personaje, en principio agradable, se advierte que se va oscureciendo. No se hace malo en el mal sentido de la palabra, pero se obnubila y algo que no forma parte de él, sino que es circunstancial, ni está en ella, que también se enamora, pero de otra manera, puesto que él se ha convertido en un posesivo varón, ciego de deseo, mientras que ella no advierte más que su condición de inmaduro, necesitado de que se ahorme y convierta en amor, tal vez para otra ocasión, otra mujer, otro tiempo, esto que ahora, para ambos, no es más que un intercambio de señales de atracción.
Ella era alegre, al ser creada, triste él, pero ambos simpáticos, aparentemente civilizados, atractivos. A lo largo del relato intervienen la curiosidad, el afecto, la desmesura ocasional.
Huyamos. Podríamos estar escribiendo el boceto de una novela de nuestro tiempo apasionado –la juventud de cada generación es siempre de uno u otro modo apasionada-, a lo largo de la cual sin duda ocurrirían cosas disparatadas. Apartemos a los posibles protagonistas. Ideemos y contemos que ambos han tenido que emprender, con motivo de sus estudios o de la situación económica de la familia o del súbito cierre de la pensión porque han expropiado y van a derribar el viejo caserón. Alejemos de nuestra imaginación sus vidas. Hoy, al fin y al cabo, no es más que una atardecida de pleno verano. Tiran cohetes y enloquecen los perros de la vecindad. Pasa una charanga. Me adormece la música, puesta muy baja, apenas audible. Una corneta dibuja arabescos en el aire, la acompañan el saxo y el clarinete, puntea el piano, que, de pronto, se queda solo …
Imaginad una joven, esa misma que acaba de pasar, erguida, desafiante, consciente de su atractivo …
Un autor puede parecer, incluso ser, incorregible …
¿Qué es,
dime,
buen padre Dios
lo que en realidad importa?
Seguro
que me está contestando.
Si existe
y yo insisto en creerlo,
quiere, sin duda, hablarme,
me habla,
soy yo, el que no entiendo.
Pienso,
que cualquier hombre,
yo,
por ejemplo,
teme escuchar la inmensa, probablemente insoportable
voz
del buen padre Dios.
Y El, por eso,
nos habla con el ruido
del agua viva,
con el rumor del viento.
Lo que pasa es
que desde que fuimos expulsados,
nadie recuerda
por qué,
del Paraíso,
no hemos vuelto a ser capaces de atrevernos
a tratar de entenderlo
y vagamos
por los caminos, preguntando,
sordos de miedo a que un día cualquiera,
nos conteste.
dime,
buen padre Dios
lo que en realidad importa?
Seguro
que me está contestando.
Si existe
y yo insisto en creerlo,
quiere, sin duda, hablarme,
me habla,
soy yo, el que no entiendo.
Pienso,
que cualquier hombre,
yo,
por ejemplo,
teme escuchar la inmensa, probablemente insoportable
voz
del buen padre Dios.
Y El, por eso,
nos habla con el ruido
del agua viva,
con el rumor del viento.
Lo que pasa es
que desde que fuimos expulsados,
nadie recuerda
por qué,
del Paraíso,
no hemos vuelto a ser capaces de atrevernos
a tratar de entenderlo
y vagamos
por los caminos, preguntando,
sordos de miedo a que un día cualquiera,
nos conteste.
Hay una casta de personas que hace bien lo que los mediocres hacemos mal, pero con entusiasmo. Me pregunto si se percatarán de ello, si un genio se dará cuenta de que ha realizado, cuando lo hace, una obra de arte y si eso lo hará muy feliz o no. Todos hemos leído, de alguno, que su genialidad no fue reconocida sino después de muerto, pero eso no tiene nada que ver con lo que yo acabo de preguntarme, puesto que él o ella tuvieron ocasión de contemplar su obra y admirarse en su caso. Porque a lo peor, el genio se queda en la duda de si lo que termina y firma será o no objetivamente tan admirable como a él puede parecerle o no.
Pleno agosto, vacación, para una abundante multitud, que se aglomera en playas y caminos. Y sin embargo, quedan muchos paisajes vacíos, por donde corre solo el viento y suena para nadie o para un caminante ocasional, un casual espectador, el agua que mana o que pasa. Apunto la idea de que la multitud tiende a congregarse en masa, alrededor y rodeada de sus cochecitos, sus carruajes y sus cochazos impresionantes, cada cual con su compacta relampagueante, que, poco a poco, roba las esquinas de unos hermosos paisajes, que en la fotografía se olvidan, languidecen y tal vez después de años alguien se pregunta dónde sacamos aquel día, durante aquel viaje de un año que no recuerdo cuál fue, esta fotografía que ya no es de ninguna parte, pero recuerda la existencia de un hermoso lugar que ya nunca sabrá nadie dónde estuvo aquel día radiante.
Los lugares que el espectador ha recorrido y admirado, no tienen, en efecto, por qué permanecer, y nadie, tras de haberlos recorrido y haberse marchado de allí puede saber si el lugar volverá a parecerse a sí mismo, por lo menos tal y como él lo admiró precisamente aquel día. Estoy de acuerdo con Heráclito en que ningún momento vuelve a ser como otro ya ocurrido ni como alguno que ocurrirá.
Pleno agosto, vacación, para una abundante multitud, que se aglomera en playas y caminos. Y sin embargo, quedan muchos paisajes vacíos, por donde corre solo el viento y suena para nadie o para un caminante ocasional, un casual espectador, el agua que mana o que pasa. Apunto la idea de que la multitud tiende a congregarse en masa, alrededor y rodeada de sus cochecitos, sus carruajes y sus cochazos impresionantes, cada cual con su compacta relampagueante, que, poco a poco, roba las esquinas de unos hermosos paisajes, que en la fotografía se olvidan, languidecen y tal vez después de años alguien se pregunta dónde sacamos aquel día, durante aquel viaje de un año que no recuerdo cuál fue, esta fotografía que ya no es de ninguna parte, pero recuerda la existencia de un hermoso lugar que ya nunca sabrá nadie dónde estuvo aquel día radiante.
Los lugares que el espectador ha recorrido y admirado, no tienen, en efecto, por qué permanecer, y nadie, tras de haberlos recorrido y haberse marchado de allí puede saber si el lugar volverá a parecerse a sí mismo, por lo menos tal y como él lo admiró precisamente aquel día. Estoy de acuerdo con Heráclito en que ningún momento vuelve a ser como otro ya ocurrido ni como alguno que ocurrirá.
domingo, 8 de agosto de 2010
Hace bien poco, había tres o cuatro columnas, si quiere, le concedo hasta media docena, que los lectores de columnas leían unas veces divertidos, ceñudos otras y algunas indignados. Se leían casi todas, cuando no todas, porque era frecuente que se entablara diálogo entre sus autores, y hasta polémicas más o menos furibundas. Prendió el ejemplo, se extendió, proliferado hasta casi el infinito, y ahora mismo cada hoja volandera, parroquiales, de feria y ocasionales de los pueblos, tienen sus incontables columnas, que nadie, ni proponiéndoselo, sería capaz de llegar nunca a leer.
Descuella, en ocasiones, alguna, que por añadidura mantiene un autor capaz de mantener el tono y decir cada día, cada semana o cada mes, según la cadencia de la publicación, la correspondiente gracia, una ingeniosidad nueva o la frase feliz, que luego repite la gente en sus conversaciones de cada día, en cambio cada vez menos frecuentes.
Se escribe más, se lee más, pero se conversa menos. Las comodidades hogareñas por un lado y por otro las prisas urgentes, han acabado con las tertulias, algo tan nuestro como la siesta, el aceite de oliva, los churros con anís o las corridas de toros. En la tertulia se ventilaba cada día cuanto de divino y de humano contenían las columnas de la prensa correspondiente. De la cola del ingenio de un columnista, se colgaban las más diversas sartas de disparates que una multitud ingente de contertulios era capaz de improvisar. Para defender luego cada babayada, cuanto más pintoresca con más ardor.
Es una pena que tantas columnas como hay ahora en todos y cada uno de los periódicos, fluyan en el vacío, sin apasionados sofistas que las desmenucen y aprovechen para aquella añorada academia de cada tertulia apasionada y apasionante.
Ahora, como hacía mi suegra con frecuencia, discutimos con un indiferente busto, masculino o femenino, que nos cuenta y comenta desde la ventanilla de la tele el eventario nuestro de cada día. No sabe usted lo que dice –le espetamos al político allí asomado, que ni se inmuta-. Es usted, o eres, un zoquete –añadimos si mejor resultado- y hay momentos de especial enfado en que hacemos click con el botón del mando, ese resorte consolador e implacable, y lo mandamos con la sonrisa estúpida congelada en el rostro, a hacer puñetas.
Echo de menos mi tertulia habitual. Cuando las cosas iban peor, como puestos de acuerdo, dejábamos de comentarlas a ver si así, como por ensalmo, el tiempo era capaz, como a veces opinan políticos conspicuos, de mejorarlas. Esos días, contábamos chistes verdes. Algunos tan viejos y tan gastados que amarilleaban ya, como antiguos daguerrotipos, por los bordes.
Descuella, en ocasiones, alguna, que por añadidura mantiene un autor capaz de mantener el tono y decir cada día, cada semana o cada mes, según la cadencia de la publicación, la correspondiente gracia, una ingeniosidad nueva o la frase feliz, que luego repite la gente en sus conversaciones de cada día, en cambio cada vez menos frecuentes.
Se escribe más, se lee más, pero se conversa menos. Las comodidades hogareñas por un lado y por otro las prisas urgentes, han acabado con las tertulias, algo tan nuestro como la siesta, el aceite de oliva, los churros con anís o las corridas de toros. En la tertulia se ventilaba cada día cuanto de divino y de humano contenían las columnas de la prensa correspondiente. De la cola del ingenio de un columnista, se colgaban las más diversas sartas de disparates que una multitud ingente de contertulios era capaz de improvisar. Para defender luego cada babayada, cuanto más pintoresca con más ardor.
Es una pena que tantas columnas como hay ahora en todos y cada uno de los periódicos, fluyan en el vacío, sin apasionados sofistas que las desmenucen y aprovechen para aquella añorada academia de cada tertulia apasionada y apasionante.
Ahora, como hacía mi suegra con frecuencia, discutimos con un indiferente busto, masculino o femenino, que nos cuenta y comenta desde la ventanilla de la tele el eventario nuestro de cada día. No sabe usted lo que dice –le espetamos al político allí asomado, que ni se inmuta-. Es usted, o eres, un zoquete –añadimos si mejor resultado- y hay momentos de especial enfado en que hacemos click con el botón del mando, ese resorte consolador e implacable, y lo mandamos con la sonrisa estúpida congelada en el rostro, a hacer puñetas.
Echo de menos mi tertulia habitual. Cuando las cosas iban peor, como puestos de acuerdo, dejábamos de comentarlas a ver si así, como por ensalmo, el tiempo era capaz, como a veces opinan políticos conspicuos, de mejorarlas. Esos días, contábamos chistes verdes. Algunos tan viejos y tan gastados que amarilleaban ya, como antiguos daguerrotipos, por los bordes.
sábado, 7 de agosto de 2010
Un tiempo para cada cosa, dice el Deuteronomio que lo hay y yo creo que dice verdad, y no sólo es así sino que tiene que ser, para que sea posible el necesario equilibrio de cosas y de ideas.
Una y otra vez se descubre y redescubre la capacidad de algunos para ver conceptos y realidad de manera diferente a como lo vemos nosotros. Supongo que habrá que ser humilde y pensar que podríamos ser nosotros lo equivocados, por claro que nos parezca que es como pensamos y no como deduce el interlocutor.
Tal vez lo indicado, en estos casos, sería irse, apearse del barco que uno está convencido de que no va a superar la travesía. Cualquiera sabe lo que es mejor en cada caso. Vivir es correr en cada momento, a cada paso, el riesgo de equivocarse. Es fantástico y apasionante que sea así, que resulte una aventura en que uno se juega todo lo que tiene, que en realidad no es más que la vida, puesto que todo lo demás se pierde por añadidura cuando se pierde la vida, y a veces incluso durante ella, por no haber sabido optar por la decisión correcta.
En otro orden de cosas, impresiona ver lo que pasa en la ventanilla de la televisión, que ha venido a ser como la ventanilla del tren o del coche cuando vas de viaje y adviertes que hay gente, vida, alrededor, afuera, que puedes imaginar y comprobar. Bueno, pues estuve viendo lo que ahora llaman una fiesta. Quedé asombrado. Una inmensa multitud vibraba y saltaba dando gritos inarticulados. Les echaban agua, alzaban los brazos y seguían aullando y botando. Un sonido de percusión monótono, reiterativo, mantenía el ritmo. Alzaban grandes botellas y daban grandes tragos. Sudaban. Ya se que hay otra clase de fiestas, claro, pero en ésta se había congregado una verdadera multitud, que sospecho que embebida en un ritmo de alguna extravagante cultura, había dejado de pensar. Tal vez la fiesta sea eso: una evasión de la decepcionante realidad del umbral del renacimiento que viene. Tal vez sea el hervor preparatorio, el sacrificio inicial de una cultura decadente, al rampa de lanzamiento del futuro, todavía inimaginable, que. Nada es inútil, nada pasa por casualidad. Seguro que un poco más allá sigue habiendo vida, incluso esa fiesta lo es, por más que parezca una deshumanización colectiva, de esas que convierten a la gente en parte de un alud, que en eso consiste las masas. Son, creo, estampidas comunales de nuestro subconsciente último, el que compartimos todavía, compartiremos siempre, con los neandertales.
Una y otra vez se descubre y redescubre la capacidad de algunos para ver conceptos y realidad de manera diferente a como lo vemos nosotros. Supongo que habrá que ser humilde y pensar que podríamos ser nosotros lo equivocados, por claro que nos parezca que es como pensamos y no como deduce el interlocutor.
Tal vez lo indicado, en estos casos, sería irse, apearse del barco que uno está convencido de que no va a superar la travesía. Cualquiera sabe lo que es mejor en cada caso. Vivir es correr en cada momento, a cada paso, el riesgo de equivocarse. Es fantástico y apasionante que sea así, que resulte una aventura en que uno se juega todo lo que tiene, que en realidad no es más que la vida, puesto que todo lo demás se pierde por añadidura cuando se pierde la vida, y a veces incluso durante ella, por no haber sabido optar por la decisión correcta.
En otro orden de cosas, impresiona ver lo que pasa en la ventanilla de la televisión, que ha venido a ser como la ventanilla del tren o del coche cuando vas de viaje y adviertes que hay gente, vida, alrededor, afuera, que puedes imaginar y comprobar. Bueno, pues estuve viendo lo que ahora llaman una fiesta. Quedé asombrado. Una inmensa multitud vibraba y saltaba dando gritos inarticulados. Les echaban agua, alzaban los brazos y seguían aullando y botando. Un sonido de percusión monótono, reiterativo, mantenía el ritmo. Alzaban grandes botellas y daban grandes tragos. Sudaban. Ya se que hay otra clase de fiestas, claro, pero en ésta se había congregado una verdadera multitud, que sospecho que embebida en un ritmo de alguna extravagante cultura, había dejado de pensar. Tal vez la fiesta sea eso: una evasión de la decepcionante realidad del umbral del renacimiento que viene. Tal vez sea el hervor preparatorio, el sacrificio inicial de una cultura decadente, al rampa de lanzamiento del futuro, todavía inimaginable, que. Nada es inútil, nada pasa por casualidad. Seguro que un poco más allá sigue habiendo vida, incluso esa fiesta lo es, por más que parezca una deshumanización colectiva, de esas que convierten a la gente en parte de un alud, que en eso consiste las masas. Son, creo, estampidas comunales de nuestro subconsciente último, el que compartimos todavía, compartiremos siempre, con los neandertales.
viernes, 6 de agosto de 2010
Azul bruñido de sol reciente, todavía no se ha cansado el azul de serlo ni se ha puesto pálido de calores. Dicen que más abajo del Duero, más abajo aún del Tajo, por donde el Gadalquivir, que tiene nombre moro de Al Andalus, como un recuerdo amarillento, un daguerrotipo enroscado sobre sí mismo, las temperaturas sobrepasarán los treinta y ocho grados centígrados. Un disparate, una barbaridad, algo difícilmente soportable para gordos y para turistas, que van, los turistas, siempre a la carrera tras de la apresurada guía que enarbola una sombrilla de algún color brillante, que no la pierdan de vista y yo iré en cabeza y me detendré ante los objetos de culto, de interés, de mentira, a veces, y les contaré la historia, la leyenda o lo que se me ocurra cada día ante cada piedra cien mil veces explicada, cuando acabe el verano o la temporada turística o este calor de más de treinta y ocho grados centígrados, beban agua, por favor, del tiempo, que quita mejor la sed y los mantendrá razonablemente hidratados y los más gordos, los niños y los viejos, salvo los más acecinados, mejor se quedan en el hotel, al fresco, junto a la fuente, con una limonada, un granizado de limón u otro de naranja. Aquí, en el norte, a unos veintidós o veintitrés grados centígrados como mucho, si no fuera por la esta humedad de cerca del ochenta y cinco por ciento, el calor sería más que soportable, pero se respira mermelada de aire y agua, que acongoja, de nuevo más a los niños, a los gordos y a los viejos, salvo los acecinados, que a esos lo mismo les da ocho que ochenta, ya no sudan, sólo les brillan un poquito más los ojillos, allá, en el fondo de sus cuencas. En mis tiempos –cuentan relamiéndose los resecos labios, con un destello de recuerdo libidinoso aún- no enseñaban las mozas tanto las piernas, casi hasta arriba, casi hasta la mismísima ingle, que ahora se te pierde el mirar, como en un bosque. Hace poco leía yo el lamento de quienes se dan cuenta de que hemos perdido la “mirada mágica” del medievo, cuando todo se explicaba a base de magia, milagro, brujería y honduras insondables de miedo o de esperanza. Ahora querríamos explicarlo todo, porque suponemos que todo tiene explicación. Y ni tanto ni tan calvo. Ni sólo mirada mágica ni vistazo real. Las cosas siguen siendo como eran, y unas tienen explicación racional y otras están más allá de la razón, donde los sueños y lo inexplicable, donde la energía que lo mueve todo, donde el buen padre Dios dispone las cosas de acuerdo con sus imprevisibles planes, que a nosotros, la gente, incluso a los más inteligentes y los más perspicaces, con frecuencia nos resultarán sorprendentes.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Este otoño que viene, según casi todas las previsiones que escucho, seremos, incluso el que más rico, un poco más pobre. Con la única diferencia, entre los más ricos y nosotros, de que ellos lo notarán menos porque hay un colchón de sobrantes entre su condición y la nuestra. Y no digo nada respecto de los más pobres. Esos que andan entre la extrema pobreza y el medio millar de euros, que esos sí que tendrán que hacer equilibrios para sobrevivir cada mes a las puñeteras crisis y al “sistema”. No sé muy bien lo que es, eso del “sistema”, ese modo de arrinconar a la gente e ir encerrándola en corralitos de conformidades.
Es probable que sea necesario que los filósofos dejen de perder el tiempo tratando de destruir –ellos dirían decodificar- la realidad o reducirla a estructuras de lenguaje y se pongan a imaginar un mundo organizado de otra manera más ajustada a las necesidades de más gente durante más tiempo. Una organización proyectada para esta turbamulta que somos ya toda la humanidad, pero, además, toda reconducida a la vez a nuestro tiempo, que es suyo, el de todos.
Tendríamos, me parece a mí, que regresar del principio general básico de que vivimos en una constante competición, una especie de olimpiada y empezar a pensar que es muy probable que nos hallemos en una especie de cooperativa global donde todos deberíamos estar mirando por todos para que nadie ni ninguno se quede atrás.
Alrededor no deberíamos tener competidores, y mucho menos, enemigos, sino cooperantes.
Me temo que nos preparamos para el caliente otoño que viene velando las armas, afilándolas, bruñendo, en vez de pensar cómo podríamos evitar el crecimiento de la marea de los desesperados y de los escépticos. Resulta indignante sospechar que hay político, consciente de su incapacidad para tratar de arreglar por lo menos su parcela más cercana, pero que en este momento incluso, durante sus inmerecidas vacaciones, lo que maquina es el modo y la manera de permanecer aferrado a los brazos de su sillón, aunque sea tras de un naufragio, en lugar de estar dándole vueltas en la cabeza a la posible solución de dejar que venga otro a ocupar más eficazmente ese asiento.
Leo a mi admirado Juaristi, en su autobiográfico “Cambio de destino” y nos redescubro, a los montañeses de los valles del norte, casi siempre empecinados, enfrascados, ensimismados en actualizar sin orden ni concierto las viejas bibliotecas decimonónicas, capturados por la estrechez del hermoso paisaje que nos cobija, parece proteger, parece apartar, distinguir de la otra gente que reputamos de otra calaña. Si incluso en la brillante cabeza liberal de Juaristi, sacada a empellones de su madriguera, se advierten las cicatrices de las hormas de este ambiente sellado de nieblas, ¡qué parecerá la mía!, de arriero de a pie, sin condición siquiera de espolique.
Es probable que sea necesario que los filósofos dejen de perder el tiempo tratando de destruir –ellos dirían decodificar- la realidad o reducirla a estructuras de lenguaje y se pongan a imaginar un mundo organizado de otra manera más ajustada a las necesidades de más gente durante más tiempo. Una organización proyectada para esta turbamulta que somos ya toda la humanidad, pero, además, toda reconducida a la vez a nuestro tiempo, que es suyo, el de todos.
Tendríamos, me parece a mí, que regresar del principio general básico de que vivimos en una constante competición, una especie de olimpiada y empezar a pensar que es muy probable que nos hallemos en una especie de cooperativa global donde todos deberíamos estar mirando por todos para que nadie ni ninguno se quede atrás.
Alrededor no deberíamos tener competidores, y mucho menos, enemigos, sino cooperantes.
Me temo que nos preparamos para el caliente otoño que viene velando las armas, afilándolas, bruñendo, en vez de pensar cómo podríamos evitar el crecimiento de la marea de los desesperados y de los escépticos. Resulta indignante sospechar que hay político, consciente de su incapacidad para tratar de arreglar por lo menos su parcela más cercana, pero que en este momento incluso, durante sus inmerecidas vacaciones, lo que maquina es el modo y la manera de permanecer aferrado a los brazos de su sillón, aunque sea tras de un naufragio, en lugar de estar dándole vueltas en la cabeza a la posible solución de dejar que venga otro a ocupar más eficazmente ese asiento.
Leo a mi admirado Juaristi, en su autobiográfico “Cambio de destino” y nos redescubro, a los montañeses de los valles del norte, casi siempre empecinados, enfrascados, ensimismados en actualizar sin orden ni concierto las viejas bibliotecas decimonónicas, capturados por la estrechez del hermoso paisaje que nos cobija, parece proteger, parece apartar, distinguir de la otra gente que reputamos de otra calaña. Si incluso en la brillante cabeza liberal de Juaristi, sacada a empellones de su madriguera, se advierten las cicatrices de las hormas de este ambiente sellado de nieblas, ¡qué parecerá la mía!, de arriero de a pie, sin condición siquiera de espolique.
lunes, 2 de agosto de 2010
Alegría,
la alegría
es un pequeño pájaro, que apenas
asoma
en los claros perdidos de lo más profundo
del bosque de vivir.
La alegría es una avecilla,
apenas una gota de color, un revuelo
apresurado de alas.
A veces,
nadie sabe cuándo ni por qué,
se posa en el hombro de sus elegidos,
su aleteo
se convierte y transforma en un soliloquio,
algo así como el sonido
de un cascabel de plata, un cascabel
con dos o tres escrupulillos
de plata fina
y le va contando
hermosas
leyendas
que nadie sabía aún.
Alegría,
la alegría
es como un sarpullido, que cosquillea
por debajo
de cada sonrisa.
La alegría es como el recuerdo de un verano
feliz
de cuando éramos niños. -
la alegría
es un pequeño pájaro, que apenas
asoma
en los claros perdidos de lo más profundo
del bosque de vivir.
La alegría es una avecilla,
apenas una gota de color, un revuelo
apresurado de alas.
A veces,
nadie sabe cuándo ni por qué,
se posa en el hombro de sus elegidos,
su aleteo
se convierte y transforma en un soliloquio,
algo así como el sonido
de un cascabel de plata, un cascabel
con dos o tres escrupulillos
de plata fina
y le va contando
hermosas
leyendas
que nadie sabía aún.
Alegría,
la alegría
es como un sarpullido, que cosquillea
por debajo
de cada sonrisa.
La alegría es como el recuerdo de un verano
feliz
de cuando éramos niños. -
Pasa su tiempo el verano, de vacaciones –el tiempo, no el verano-, que se reparte entre las playas del litoral, casi todas de nombre pintoresco y banderolas que avisan del peligro. Cuando yo era niño o no había banderolas o no había peligro. O puede que más niños, sin televisión ni consolas, supiésemos nadar entonces, incluso con resaca, y por eso sobrevivimos aunque no hubiese vigilantes de la playa, ojo avizor, mirada atenta.
Lo invaden todo el mecanicismo, la electrónica, los telefoninos y, por encima de todo, los puñeteros coches.
No hay paisajes, ni parques, ni zonas verdes, que respeten los coches, me cisco en su estampa, los coches que yacen, jadeantes, subidos a las aceras, pisando los arriates de flores, oliendo a gasolina, apestándolo todo, que vas camino de la playa y allí están ellos, a ambos lados, agobiantes, tapando la raya del horizonte, rompiendo la perspectiva; sales camino del campo o de la montaña y te marcan el camino, con sus ringleras interminables, basura de la civilización, monstruosos residuos herrumbrosos.
Inventaron los coches para que viajásemos más cómodamente y el monstruo, multiplicado por sí mismo, elevado a la enésima potencia del horror, amenaza ya con devorarnos, sobre todo a los viejos y los niños, que, para más inquietud, ahora circulan aterrorizados por las aceras con sus bicicletas nuevas, premio de un fin de curso reciente, a todo trapo del ímpetu juvenil, llevándoselo todo por delante, incluidos ancianos, caniches y los pocos gatos residuales que van quedando.
Es como anacrónico que suene el teléfono y alguno de los clientes más despistados insista en sus obsesiones, sus preocupaciones y la ira que los suele embargar contra algo o contra alguien. ¿Se da usted cuenta? Estamos en agosto. En agosto, en este país, corre un viento inmóvil que se trata de llevar ideas, preocupaciones y tristezas. No lo consigue, es imposible “y además no se puede”, insisten los más pesimistas, pero esa burbuja polícroma lo intenta. Nos absorbe, rodea, abraza. Tal vez por eso haga tanto calor este año, por eso y por la humedad, un ochenta y cinco por ciento de humedad. Un socarrón decía hace días que un quince por ciento más y nos saldrían branquias.
Lo invaden todo el mecanicismo, la electrónica, los telefoninos y, por encima de todo, los puñeteros coches.
No hay paisajes, ni parques, ni zonas verdes, que respeten los coches, me cisco en su estampa, los coches que yacen, jadeantes, subidos a las aceras, pisando los arriates de flores, oliendo a gasolina, apestándolo todo, que vas camino de la playa y allí están ellos, a ambos lados, agobiantes, tapando la raya del horizonte, rompiendo la perspectiva; sales camino del campo o de la montaña y te marcan el camino, con sus ringleras interminables, basura de la civilización, monstruosos residuos herrumbrosos.
Inventaron los coches para que viajásemos más cómodamente y el monstruo, multiplicado por sí mismo, elevado a la enésima potencia del horror, amenaza ya con devorarnos, sobre todo a los viejos y los niños, que, para más inquietud, ahora circulan aterrorizados por las aceras con sus bicicletas nuevas, premio de un fin de curso reciente, a todo trapo del ímpetu juvenil, llevándoselo todo por delante, incluidos ancianos, caniches y los pocos gatos residuales que van quedando.
Es como anacrónico que suene el teléfono y alguno de los clientes más despistados insista en sus obsesiones, sus preocupaciones y la ira que los suele embargar contra algo o contra alguien. ¿Se da usted cuenta? Estamos en agosto. En agosto, en este país, corre un viento inmóvil que se trata de llevar ideas, preocupaciones y tristezas. No lo consigue, es imposible “y además no se puede”, insisten los más pesimistas, pero esa burbuja polícroma lo intenta. Nos absorbe, rodea, abraza. Tal vez por eso haga tanto calor este año, por eso y por la humedad, un ochenta y cinco por ciento de humedad. Un socarrón decía hace días que un quince por ciento más y nos saldrían branquias.
domingo, 1 de agosto de 2010
Ni ruido ni nueces. Domingo primero de agosto y barrillo en el aire, con, de vez en cuando, la sombra gris de un chubasco sin mala intención, polvillo de agua, orvallu, calabobos. Salen por los pueblos los cabezudos y las gaitas. Gozamos de la maravillosa tranquilidad de que los políticos, sobre todo esos que hay de pacotilla, se hayan ido de vacaciones y nos dejen descansar de sus improvisaciones.
-Algo estarán urdiendo. No te fíes –me augura un buen amigo-.
Inquietante que sea así. Deberían seguir el consejo de un periódico que leí esta mañana, en que se recomendaba dejar la cabeza vacía, flotando, al sol, sin tocar el paisaje. Hace mucho, en tiempos de estudiantes, otro me decía que él, para gozar a tope de las vacaciones, a partir de su ecuador procuraba aburrirse lo más posible. Cuando te aburres, como se padece insomnio, el tiempo se ralentiza y cada minuto se multiplica por diez o quince por lo menos y parece que se ganan días al miserable mes escaso que duran unas vacaciones normales.
En los pueblos pequeños, se advierte en mayor medida el doble hecho de que la población disminuye y se avejenta. Mala noticia demográfica que las ciudades, cuanto más grandes más, enmascaran, y más durante la temporada turística, cuando hay más turistas alrededor del pie de cada torre que cornejas alrededor de los respectivos adarves. Algo habrá que hacer, si no mejora lo de la economía productiva, para relanzar sus sucedáneos. Habrá que recomponer, remozar y luego avejentar por lo menos en apariencia, las huellas de la historia y aprender sus aventuras y leyendas, para contárselas a los boquiabiertos viajeros del milenio, que han de enfrentarse al neorenacimiento, a pesar de su escepticismo, con una ilusionada esperanza, única herramienta válida para encauzar la violencia aparentemente indómita del futuro.
-Algo estarán urdiendo. No te fíes –me augura un buen amigo-.
Inquietante que sea así. Deberían seguir el consejo de un periódico que leí esta mañana, en que se recomendaba dejar la cabeza vacía, flotando, al sol, sin tocar el paisaje. Hace mucho, en tiempos de estudiantes, otro me decía que él, para gozar a tope de las vacaciones, a partir de su ecuador procuraba aburrirse lo más posible. Cuando te aburres, como se padece insomnio, el tiempo se ralentiza y cada minuto se multiplica por diez o quince por lo menos y parece que se ganan días al miserable mes escaso que duran unas vacaciones normales.
En los pueblos pequeños, se advierte en mayor medida el doble hecho de que la población disminuye y se avejenta. Mala noticia demográfica que las ciudades, cuanto más grandes más, enmascaran, y más durante la temporada turística, cuando hay más turistas alrededor del pie de cada torre que cornejas alrededor de los respectivos adarves. Algo habrá que hacer, si no mejora lo de la economía productiva, para relanzar sus sucedáneos. Habrá que recomponer, remozar y luego avejentar por lo menos en apariencia, las huellas de la historia y aprender sus aventuras y leyendas, para contárselas a los boquiabiertos viajeros del milenio, que han de enfrentarse al neorenacimiento, a pesar de su escepticismo, con una ilusionada esperanza, única herramienta válida para encauzar la violencia aparentemente indómita del futuro.
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