Están ciegos, entre “el ruido y la furia”. Hay, a toda costa, que cambiar y que permanecer como sea, puesto que para todos es la última oportunidad. Y tras de votar, el pueblo mira atónito cómo se cambian los cromos más repetidos, las papeletas más comunes y los tesoros que siempre, desde que se inventaron las colecciones de sellos, de monedas, de billetes, de lo que sea, han venido siendo los raros y escasos ejemplares debidos al error, a la sutil añagaza o al deliberado propósito de resultar necesario para que el puzzle, el rompecabezas, quede completo.
Ya no hace falta sonreír, no es necesario prometer lo imposible. Ha llegado el momento, ese quid, la ocasión del trueque. En mi cole y mi curso había especialistas en sacarles sus mejores juguetes, los más preciados y apreciados, a los más ricachos, a fuerza de aprovechar el momento, la ocasión, esa debilidad súbita que el timador huele como dicen que huelen los perros el miedo de quien se lo tiene.
Unos pases de mano, el halago justo, los tres deseos del genio de la lámpara y el representante que tiene la llave de ablandará y prometerá y no le valdrá de nada cuando llegue a casa descubrir el pastel, la falacia, que se acabó el juego y empieza la triste realidad del inglés que subió a una montaña y bajó de una colina.
Para todo hay mecanismos y para cada mecanismo, especialistas, expertos. El mono desnudo permanece indefenso en la médula del cerebro serpentino, base y último resquicio y rescoldo de lo que fuimos en el primer rellano de la escalera de la evolución.
Hay quien no quiere dejarlo por nada del mundo y quien no tiene en el mundo donde ir si lo deja, ocurre en todas las formaciones, todos los partidos. Una serie de pequeñas tragedias por cada puñado de votos que se perdieron, ay, para siempre y la inexorable aplicación de la regla d’Hondt marca una delgada línea roja que no pasan, como ocurrió con el Rubicón o con los de la fama de Francisco Pizarro, más que los iluminados, los osados o mejor, en este caso, los elegidos. Un puñado de votos, apenas un racimo maltrecho por falta o exceso de sol, separa aguantar de tener que irse a casa, al duro aprendizaje, algunos, de lo que cuesta aprender a ganar y luego ganar el primer euro. Aquel que los profesionales antiguos clavaban en la pared del despacho, más o menos a la vista, encuadernaban, ponían en un cuadro.
¿Y quién te dice, me dice que al negociar no me cae a mí –se autosugieren como último recurso, proverbial clavo ardiendo-, no me recuperan a mí los míos? No saben que alguien habrá dicho ya la frase tremenda de los naufragios históricos: “¡sálvese quien pueda!”, sin que a nadie se le ocurra lo de que “las mujeres y los niños primero”, que sería anticonstitucional diferenciarlos y se perdería demasiado tiempo con eso de calcular que el número de los salvados fuese “paritario”.
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