No estuve nunca en Nueva York. Y a lo mejor, por eso llegué a todo lo viejo que soy. Andando despacito, trechos cortos, con la imaginación limitada por lo conocido. No se puede imaginar mucho más que lo que por lo menos de lejos se conoce con una forma parecida a lo que luego se imagina. Usted, por ejemplo, sabe que un elefante es como es, y puede imaginárselo con orejas más o manos grandes o pequeñas, con una o dos trompas, alguna si acaso de color de rosa, pero siempre a partir del viejo elefante conocido por las películas de Tarzán, representado por Johnny Weissmuler, que llamaba a Tantor, el elefante, con aquel grito característico, y allá venía, presuroso, el gran paquidermo, en auxilio de su amigo, el gran tarmangani.
Y por qué, me preguntas, dices eso de que no estuviste en Nueva York, y te contesto que porque es cierto que no estuve y por qué no voy a decírselo a quien quiera saberlo. Ni en el gran Cañón, tampoco estuve, ni en ningún lugar de los EE UU, dicen los americanos del norte que paradigma de un mundo más feliz que el de Huxley, cosa que permítanme que les diga que dudo. El mundo más feliz imaginable, ha de tener, aunque las esconda, las partes más oscuras de cualquier mundo. Las cosas son así. Cuanto más grandes, más orondos, más aparentemente felices somos, más grande es nuestra sombra.
Hay americanos sencillos, como Tony Hillerman, que escriben novelas sin grandes pretensiones, y, sin embargo, espléndidas, policíacas, cuyos protagonistas son policías tribales navajos de la reserva y se entera uno de viejas costumbres y convicciones culturales de los indios, sin duda amigos del autor, a su vez amigo de los navajos entre que al parecer creció, según dice su biografía. Una delicia, estarse con ellos a través de la desértica reserva donde cualquier chispear de lluvia es un asomarse al Edén, pero mientras lees, a pesar de todos los pesares y lo duro y casi imposible que debe ser sobrevivir en aquel territorio, te gustaría haber estado. Un mérito de este autor, casi desconocido entre nosotros, la mayoría de cuyas novelas en castellano todavía se encuentran de viejo, para mí verdaderas joyas y una o dos en algún fondo de librería. Ya no hay fondos de librería. Se devuelve lo aparentemente invendible –que es lo que nadie compra en unos días- y se “descataloga” –menuda palabreja-, lo que echan al cubo de las rebajas los almacenes de libros. Hermosos versos clásicos amarillean sin que ni por un euro se los lleve nadie del cajón de la puerta de la librería de viejo que huele a polvo y colillas rancias, si te atreves a entrar y fisgar y hurgar y buscar y a veces encontrar, un pequeño tesoro de lector apasionado.
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