En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Un prado pequeño, agostado por la niebla salina que sube de la mar mezclada con finísimas gotas de agua de la rompiente, arrastradas por las corrientes de aire. Todo el norte, horizonte; el sur, desdibujadas montañas, de juguete, grisosocuro o malva, según el día y la hora, ahora mismo, azulencas. A mis pies, escasa hierba endurecida, margaritas ralas y calveras de pedregal. La música de fondo, la ponen, como aquí es frecuente, las gaviotas, si te acercas a los nidos de las cuales, en la abrupta ladera rota del acantilado, incluso te picotean excitadas. Se está bien, en este lugar, casi en soledad, con la respiración, de anciano, de la mar cerrando el paso a la fantasía y las gaviotas recomponiéndolo. Una tapia me separa del cementerio y al final del camino, alza su torre de vigía la capilla blanca. Al lado, agachado, el faro, ya inútil, desde que se inventó el radar para que cada barco pase un dedo largo, invisible, a lo largo de la línea de la costa. Se detendrá, digo yo, donde la blandura cálida de la arena, recién estremecida por el de la espuma, ofrezca al tacto sensación de caricia. No conozco humano a quien no ayude de algún modo una caricia. Instrumento de humanidad que se conjuga con otra y ambas, al rozarse, se apoyan recíprocas. Es un contacto casi siempre intencionado, que una persona inicia y la otra responde, activa o pasiva, hasta que ambas son una en el punto de contacto. Creo que las caricias las inició una luz tenue, como la de la luna, caso de que las haya inventado, en efecto, la luz, puesto que la del sol es más áspera, exagerada. Desde esta burbuja en que estoy, lugar infinitesimal del universo, siento repiquetear sobre mi entendimiento la acuciante pregunta, imposible de contestar para el hombre de mi tiempo, del por qué de la existencia de cada uno de nosotros, tan pequeño en relación con el todo, por ahora al parecer desértico, que nos rodea como si fuésemos los únicos capaces de hacérnosla desde este minúsculo rincón de un espacio tan inmenso, que hay quien dice que fue un punto y se expande, dicen otros, sin cesar. La siguiente es otra no menos inquietante pregunta: ¿por qué somos capaces de hacernos la anterior? ¿por qué capaces de esta curiosidad, al parecer insaciable?. Sueño, por un momento, en la posibilidad de que cuando haya transcurrido un número inimaginable de millares o millones de siglos y la humanidad haya crecido tanto que no quepa en este pedrusco en que vive, deberá ir ocupando todos y cada uno de los habitables del universo. Cada vez más lejos. Hasta olvidarse de dónde vino y cuándo.
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