Un señor sale, escucha, pone una serie de aparatos, graba, sube a la red, reproduce la maravilla, cierras los ojos, vuelves al campo puro, duro, jaras y cigarras, calor, sudor, sol apretándote contra la tierra de la meseta, es como si estuvieras y el señor, paciente, te explica el origen de cada sonido, ya sea pájaro o rana de la charca semiseca de más lejos, ulular de búho o capricho del viento, gota de agua, picapinos insistente … Gracias. En un hermoso regalo.
Unos miles de seres arremolinados en cada plaza de los villorrios y los pueblecitos. En la capital van a la Puerta del Sol, donde mueren y nacen los años. No a la plaza de la diosa Cibeles, donde sus viejos leones, tristes como niños pijos, atletas obsesionados, Hipómenes y Atalanta, suelen mirar con indiferentes ojos ciegos, de piedra, las celebraciones deportivas.
Me voy al camino de la playa. Subo, me aparto del cemento y la civilizada persecución de los coches. Toda la mar y el acantilado, cuajado de silene, graznidos de gaviotas, espuma aferrada al lomo de cada ola. Playa todavía solitaria, en que corre un perro, afanoso, feliz.
Muy lejos, un punto en el horizonte, va lleno de gente atomizada, microscópica por el mero avatar de ir tan lejos hacia sabe Dios dónde.
Cierro los ojos para tratar de salir afuera. Puede hacerse. Se miro uno a sí mismo, dolorido, anciano, desde el mismo sueño que te permite imaginar que corres, nadas, te deslizas.
Resulta increíble esto de dejar de ser todos y ser uno solo, por un instante, antes de volver a ser todos, parte del inestable grupo humano, siempre como un rebaño que se dispersa para tratar de cumplir con la inexorable necesidad de reunirse para echar la culpa a alguien de lo que somos todos culpables en mayor o menor medida.
Descubre cada generación de nuevo el mundo y no acierta a saber cómo manejarlo, y algunos se aprovechan para tratar de cambiarlo a su gusto.
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