Primero de mayo, cae en domingo, a pesar de todo, salen las manifestaciones vestidas de rojo intenso. Es curioso que los obreros solían llevar mono, o buzo, azul mahón, que luego fue uniforme falangista, mientras que los obreros elegían, en todo el mundo, el rojo más vivo, como color de todas las revoluciones y reivindicaciones pendientes. Dicen que el rojo es un color excitante, al contrario que le verde pálido, tranquilizador y frecuente en sanidad y habitaciones o estancias hospitalarias.
Hoy, el día está inundado de rojo. Globos, banderas, indumentaria, pancartas. Ha salido a la calle un grito estentóreo.
La fiesta, en cambio, pacífica y familiar, se queda para mañana, lunes, que sin embargo, en esta ocasión, estará impregnado de ese enrarecido ambiente de la propaganda electoral, cuando todo es aparentemente distinto. Toca ejecutar numerosos actos de contrición políticos y toda una pequeña multitud o promete enmendarse, si son los que tratan de mantenerse, o promete hacerlo mejor, si son los que intentan o volver o son nuevos en las diferentes plazas.
Mes de flores –ahora todos lo son, porque las hay cualquier día del año, importadas algunas desde lejanos países, pero éste es el clásico para nosotros, de cuando no había más que las del jardín propio, el patio íntimo o las macetas de las rejas o los balcones de casa; mes de asomo del asentamiento del tiempo mejor, a partir del día cuarenta, cuando el refrán dice que podrá quitarse el sayo; mas de santa Rita de Casia, abogada de imposibles. Este año de gracia, mes de elecciones municipales.
A cuya entrada ha muerto uno de los escritores importantes del siglo, Ernesto Sábato, argentino, ya nonagenario, casi centenario. Para nosotros, los viejos, la muerte es un vecino que anda por las calles del pueblo y en cualquier momento nos puede poner la mano en el hombro y decir que ya está bien, ¿no, amigo?. Y tiene razón. A nuestra edad es un hecho lógico, aunque continúe siendo sobrecogedor y sorprendente. Incluso lo familiar puede ser sobrecogedor y sorprendente, cuando el hecho mismo de vivir es todo lo paradójico que es, en sí mismo y a la vez, castigo y privilegio. Cien años serían unos treinta y ocho mil días. Un hermoso rosario de posibilidades, cuyo número ha de equilibrarse sin embargo, proporcionalmente y según el de días de vida real, con sus sombras, los días malos, tristes u horribles. ¿No es una auténtica paradoja que nos aferremos, como hacemos, a la vida, con toda su aleatoriedad?
Se me ocurre otra reflexión. Cuantos, bien o mal, hemos escrito algo, aún muertos, seguiremos hablando para alguien que por lo menos casualmente tome de una estantería o de le hemeroteca algo que dijimos, contamos u opinamos. Hay muchas personas que jamás escribieron más que si acaso una nota ocasional, anónima. ¿Será mejor que se nos olvide pronto o que se nos recuerde? Y ¿por qué cualquiera de las dos respuestas? ¿Lo veis? Incluso ya viejos, pensamos en nuestra proyección, nuestro recuerdo, la sombra y la huella. Tal vez un síntoma más de ese instinto de mantenerse del lado de acá, en este paradójico lugar de la esperanza y el miedo simultáneos. Una vez más, regreso a Luis Rosales: “Gracias, Señor, la casa está encendida”.
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