Ribera del Arlanzón arriba, se me queda prendido el frío en la espalda, de regreso de la capital grande, donde habían llegado ya las calores y los taxistas se quejan de que ha bajado de modo alarmante su clientela y no da el negocio para alimentar a la familia, pero el restaurante está de bote en bote y alarma esa acampada de gente sin convocatoria, precariamente instalada en la Puerta del Sol alrededor y envuelta de pingajos de letreros como divagaciones y consignas sin espontaneidad, imitación de sí misma. Me cuenta, y no acaban, de lo malísima que es la gente, el que no por una cosa, por otra. Y mucha carretera, lagos de amapolas, rebordes de retama. Se advierte que la gente corre menos, desde que encareció la ley el precio de castigo de las infracciones.
De pronto, como si hubiera sido un sueño, estoy en casa, tengo que ir aquí y allá, programa de días, algunos imposibles por superposición, pero no quisiera faltar al día que me pondrán Dios mediante la insignia de haber trabajado profesionalmente durante medio siglo, ni puedo faltar a la asamblea de mi empresa. Las demás citas son de aficiones, como el partido de esta noche, el jurado de la semana que viene o la tertulia de dentro de unos días. Medio siglo de ejercicio profesional es otra cosa y lo de la asamblea es la obligación anual de rendir cuentas es algo muy, pero que muy serio, sobre todo en tiempos de vacas flacas como el que nos aflige.
Ha llegado el tiempo, me informan los periódicos amontonados de estos tres días, de que la gente de la política de la medida de sus capacidades o inepcias. Una vez que salen los votos de las urnas y se recuentan, empieza este período durante que sus destinatarios y beneficiarios tratan de hacer arreglos en su provecho o en el nuestro. Me dicen que más en el suyo, pero ¿quién se atrevería a tirar las primeras piedras? De momento, les concedo, con muchas vacilaciones, el beneficio de la duda y la presunción de buena fe.
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