Hay versos que te marcan una muesca, algo así como un tatuaje indeleble, en la piel del alma, cuando los lees o los escuchas, según vas, vida adelante. Te los repites con frecuencia, como si tarareases una melodía pegadiza. Los que escribimos, y tantas veces versos, tenemos una envidia grande y gorda de quienes dan con el quid de escribir uno de esos versos, una estrofa de esas que después a la gente se le quedan enganchados y los va luciendo cada cual como los tunos las cintas que llevan prendidas a la capa con una escarapela arriba donde dice un nombre que podría ser también un hermoso recuerdo.
Día de jurado, montones de palabras, que en seguida se van quedando a medio desmoronar, como los de arena, en la playa, cuando la arena se va secando. Me temo que a alguno de los candidatos no lo conoce nadie, o no se le conoce porque está demasiado lejos, vive en un pequeño ámbito o todavía no ha llegado su voz, como pasa con esas estrellas que ya existen, pero su luz aún no nos llega y vemos, como a cambio, otras que ya están muertas o han desparecido en las tragaderas de uno de los amenazadores agujeros negros.
En la capital pequeña, calor, humedad y llovizna.
Acabo, en los ratos libres, la U de Sue Grafton, que ahora ha realizado un sutil cambio de modo, conservando sin embargo las características de los personajes básicos de la serie. Pienso, durante uno de esos súbitos ramalazos, como suspiros, de la vejez, que a lo mejor ya no me da tiempo, si no se apura, a completar una serie que he seguido fielmente a lo largo del abecedario. Todavía le faltan la uve, la uve doble, la equis, la y griega y la zeta. Cinco más. Uf. Al rebasar la octogésima etapa, cada año es un mundo.
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