miércoles, 11 de noviembre de 2009

Alrededor del río, sobre los puentes, a lo largo de la orilla del sol, se alinean los puestos del mercadillo de los miércoles, con sus churros, sus bolsas y zapatos de charol y plexiglás, sus hierbas medicinales, la piel de las cabezas de cerdo y sus pezuñas, los jamones y los quesos puntiagudos, naranjas y nueces, todo un abigarrado mundo por entre que corretean perros y niños flacos, persiguiéndose alternativamente. Huele a aceite requemado y retumba, cuando me acerco al puesto de los discos, una serie de ruidos hilvanados por una melodía tartamuda. Baja el río aún turbio y airado, torrencial. Hay una niña morena y diría que sucia, que lo mira, pero creo que sin ver. Acabo y recomiendo “Flavia de los extraños talentos”, Alan Bradley, autor que para mí era hasta que empecé ésta su novela policíaca, un completo desconocido Voy a acabar los tres tomos de Esther Tusquets, sus memorias. Una vez, cuenta, todos estuvimos en guerra y de una u otra parte. Somos, apunto yo al margen, demasiado viejos para ser, y sin embargo tendríamos que habernos hecho todavía más indiferentes de lo que ya nos han hecho las sucesivas tandas de hipócritas, visionarios e iluminados cuyos exuvios va quemando inexorable el sol en un espacio intermedio, indeciso, entre los siglos XX y XXI, donde el alambique de la penúltima esperanza humana.

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