martes, 10 de noviembre de 2009

Me hace gracia esa muletilla de que están enamorados de la justicia, que cada día voy oyendo y luego se les escapa en qué consiste ese supuesto amorío y pienso que ni la han conocido, circunstancia que me hace preguntarme de qué o de quién habrán estado enamoradas estas personas, en qué reja habrán pelado la pava o cantado las mañanitas.

La justicia es esquiva, y no digo si le ponemos mayúscula y hablamos de la Justicia, que nadie, que se sepa, le ha visto los ojos, permanentemente tapados para no saber de quién le hablan cuando le narran los hechos y le aportan las pruebas fehacientes de la aproximación posible a una verdad que hay que suponer siempre porque como preguntaba aquél: ¿qué es la verdad?

Lo que suele encandilar es tratar de buscarse el apoyo de la justicia, con su inconmensurable caudal de energía, a favor de los criterios subjetivos propios o contra los ajenos que no gustan.

La Justicia es el equilibrio entre permanecer impertérrito con la dura lex sed lex en la mano y atreverse a taracear el supuesto con las teselas de equidad indispensables para que la justicia se ajuste al caso concreto y mantenga su condición de exudación, criatura, hija de la caridad. Nace de la capacidad de escuchar a cuantos estén interesados en el problema que la busca siempre anhelosamente y dar y quitar, sin mirar de quién y para quién, con los ojos vendados como ella y el corazón limpio.

La Justicia, que sabe de lo lábil de la cultura humana y de las veleidades y caras de cada uno de los humanos, no tiene enamorados posibles, sino intérpretes de que usa circunstancialmente las manos y la voz, la razón y el corazón, para ser mi contradictor y yo mismo a la vez, nosotros y ellos, la Justicia es vagabundo, peregrino, y es camino, peregrinación hacia la supervivencia humana en busca permanente de su santuario.

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