Pones la cabeza del gallo en el tajo y el muy imbécil se queda inmóvil, esperando que descargues el hacha y lo decapites para salir, descabezado, a poco que te descuides, chorreando sangre. Así se queda la cultura de esta sociedad cuando le apoyan el pescuezo en el tajo, so pretexto de que allí se puede escuchar la llegada del progreso, que lo que se escucha es la risa sardónica del hipnotizador, mientras levanta el hacha.
Déjalo así por hoy, la escena detenida, el rodaje en suspenso.
Es otoño, la gripe A, antes porcina, más antes no se sabe qué, tiene invadido el país y ha llegado el frío, cabalgando el transparente caballo del viento. Se me refugia el perro, anciano, en la butaca, duerme sosegado. Estuvimos, hace poco, en el kiosco de los periódicos y mantuvo una bronca con otros dos congéneres, macho y hembra, que le ladraron a él primero. ¡La de cosas que se habrán dicho!
No menos indignados, vienen los titulares de los periódicos, pero no sé en nombre de quién hablan. La gente está llegando a la peligrosa convicción –para el futuro por lo menos inmediato- de que “tendrá que ser así”.
Se está perdiendo el respeto a la letra impresa, que hace poco convencía, con su mera existencia, de la probable veracidad de lo escrito. Las palabras se desgastan, pasan al desuso de ser citadas en cualquier diccionario por primera vez –como cuando alguien llama al que lo es anciano por vez primera en su presencia-, y eso no es lo peor. Lo peor, creo o, que puede ocurrirle a un idioma es que quienes lo hablan lo utilicen en vacío, que mientan habitualmente, obligando así al interlocutor a hacer el esfuerzo interpretativo adicional de suponer lo que quiere decir lo que en realidad no dice, sino que finge decir el que habla, para luego poder asegurar que quiso decir lo que no dijo. Cuando eso ocurre, la palabra, sin concepto contenido, se convierte en un cascarón vacío e inútil. En la historia ya les pasó algo así a los chiflados aquéllos de la torre de Babel.
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