Me pregunto qué hará con nosotros, los mínimos, homínidos del orden social de cada grupo, el sistema ese de nombre desde su existencia, antes aún, desde su concepción literaria, ahora concretada, como ocurrió con otros inventos de don Jules Verne, esa nueva agresión de la intimidad humana, cada vez, creo, más vulnerable, mediante que quien mande en cada momento histórico del futuro, tendrá la posibilidad de escucharnos, catalogarnos, coleccionarnos y numerarnos, tal vez con nombres latinos de subespecies de Linneo, colillas desechadas, inertes despojos, privados de libertad.
Ya no me siento libre, como un día, con mi ordenador y sus ventanas y puertas abiertas, por donde entran cejijuntos y ceñudos, con sus pasamontañas, los guardianes de Azkabán, capaces de sorberme el aliento de la palabra, presiento que llegará un día que antes incluso de decirla, cuando se esté conformando en el rincón, otrora íntimo, del cerebro donde resida el laboratorio de mis palabras inéditas.
Hay alguien, tendré desde ahora siempre presente aunque no quiera, que permanece atento, me oye sin escuchar, pero sabe cuanto digo, escribo y puede que lo que voy a sentir cuando aún no se ha producido o está en curso el mensaje de mis sentidos, que probablemente ya no me pertenezcan del todo, hacia las laboriosas neuronas, controladas por peludas orejas de indiferentes guardianes, que se reirán entre dientes del amor que puede despertárseme cualquier día, o se reirán, capaces son, del dolor mío o del de cualquiera, que les parecerá cosa de risa.
Será un empleo, cobrarán, digo yo, hasta un salario fijo por ese vituperable trabajo de violarnos el secreto último de lo que pensamos. Ya ni siquiera como en tiempos inquisitoriales hará falta la delación del chivato inicuo. Ellos mismos, los antes torturadores y verdugos, podrán comprobar cada ritual donde se esté gestando alguna idea, sin necesidad de intermediarios, correveidiles ni vendedores de secretos, ese execrable comercio. Mal negocio ha sido el de este invento para una humanidad cada vez más angustiada, agobiada, acoquinada, a punto de que se quebrante el arca última, la estancia más íntima.
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