martes, 3 de noviembre de 2009

Paso por el cementerio, dormitorio, dicen que significa, pero hace demasiado frío y envía la mar de enfrente vaharadas de espuma. Nadie podría dormir, y menos con esta mirada posible al horizonte, por donde las siluetas apenas perceptibles de los barcos que aún van y vienen, cargados de mercancías y sueños. Paso por el cementerio, que por estas fechas están pletóricos de flores, como si hubiera estallado el jardín o quisiéramos ocultar a los muertos, que, sin embargo, asomabais la sonrisa de algunos de los recuerdos mejores, difuminada bajo el mármol donde dice vuestro nombre. Y en seguida, bajo y hay buñuelos de crema y huesos de trufa y de yema, huesos de santo, les llaman, porque el muerto dice el refrán que al hoyo y el vivo al bollo, pero no es cierto, sino que la tradición de comerse los huesos y los buñuelos despierta el recuerdo de haberlos comido juntos, y se te enciende la lamparilla de acordarte de cuál era la confitería donde según tu padre o la abuelina hacían los mejores buñuelos o los huesos sin trampa, rellenos de punta a punta, a diferencia de los tramposos que ponían una dedada de nada en cada extremo y por el medio vacíos, como las encías de la bruja Candelaria del guiñol que resucita mi hijo pequeño para ruidosa diversión de la grey infantil, que aúlla contra la bruja, cada vez que asoma y avisa al rey de que le quire robar la malvada la cartera de los secretos de estado. Todo apunta a que de un momento a otro empezaremos a pensar en la Navidad y hay que escribir una línea, que sea expresiva o que encienda la primera luminaria de la Navidad, en el corazón de cualquier destinatario. Hay que obligarle a carraspear y limpiarse la cabeza de duelos y quebrantos para que entren a caso en el sentimiento los villancicos viejos y los nuevos, por más que los nuevos me salgan tristes o pensativos o nostálgicos.

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