domingo, 15 de noviembre de 2009

De tanto hablar, a veces, a los oradores, no sé si es que se les va la olla o se salen de ella y se quedan en cueros intelectuales vivos, exponentes de la fragilidad del ingenio humano, incluso en casos de erudición probada y prudencia que, como la inocencia, ha de presuponérseles. Dicen y dicen, se les calienta la boca y menos mal que no disponemos la generalidad de los humanos de superpoderes ni de autoridad para mandarnos encerrar, desterrar o descalificar de por vida, porque, de ser así, más de tres cuartas partes de nosotros habrían sido reducidos a la insignificancia.

Hecha la anterior reflexión, a partir de lo que ponen las letras gordas de una noticia periodística creo que de ayer, sales a la calle y te maravilla el tenebroso paisaje de un atardecer otoñal, con dosel de sucias nubes bajas, que justo asomas inician una tímida llovizna. ¡Mira que es hermosa la vida! –se te ocurre a la vista de cualquier paisaje-, y en seguida e preguntas cómo será posible que haya gente tan desmesurada en el hacer, decir y tal vez pensar Que uno, a Dios gracias, no puede saber lo que está pensando el prójimo, y cabe que lo que esté pensando sea de lo más sensato y que esto que dice sea una deliberada exageración aberrante.

Escucho elogios de un poeta, cuyo nombre apunto para pedirlo en la librería donde últimamente me acusan de pedir los libros que se publicarán mañana. Los editores, o algunos de sus vendedores, han ideado la publicación previa de las publicaciones próximas. Debe ser, además de una coña marinera, un mecanismo o truco de mercado, que, en mi modesta opinión, a quienes interesan los libros, no hacen sino añadirles, a la desaparición de la librería clásica, con sus fondos y su conocimiento intrínseco de la mercancía que venden, la molestia de pedir lo que no hay todavía, cosa que, no acierto por qué, molesta a los dependientes de librería.

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