viernes, 20 de noviembre de 2009

Debería haber en cada casa una puerta secreta que nadie hubiese abierto nunca. Excusado es decir que tampoco en el momento de hallarla cada generación debería hacerlo. Una puerta así, sirve de última esperanza y de remedio contra cualquier desesperanza última. Garantiza la superación del escepticismo. Llegarse a ella, poner la mano en el picaporte, diciéndose: ahora la abro, pero no hacerlo. No importa que sea una puerta aparentemente ciega, fingida contra lo que está claro que es la trasera, o el frente, según desde dónde se mire, de una de las fachadas. Puede ser incluso una puerta, cerrada desde luego con llave, que no deje mirar por el ojo de la cerradura, que parezca conducir a estancia accesible por otra puerta de uso normal. Las puertas mágicas, como cualquier habitante del mundo feérico sabe, pueden estar incluso en una valla de cierra de una finca en pleno campo. Lo importante en una puerta mágica no es nunca la apariencia, que suele ser la de una puerta vulgar o la de una puerta inútil. Lo importante es su condición de mágica, según la cual, no debemos arriesgarnos a pasar por ella, porque es muy probable que desapareciésemos para siempre, sin posibilidad de volver. Del otro lado, el mundo también mágico a que suele dar paso una puerta mágica, podría carecer de puertas, mirado desde el lado de allá.

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