viernes, 15 de julio de 2011

Calor en Oviedo. Se miran unos a otros con la desconfianza asomándoles por un nervioso rictus que sustituye a la sonrisa porque, me dice uno de ellos, a saber las consecuencias que va a tener la política de Cascos.

Supongo que se refiere a su modo de hacer, porque lo que va a ser conducta, lo anunció ya en el discurso de proposición de su investidura, a que, por cierto, me llegan invitaciones por varios conductos. Disminuirá la cifra de la tripulación, seleccionará oficiales, marinería, infantes de marina y grumetes de primera calidad, estibará los víveres indispensables y se hará a la mar dispuesto a hacer todo lo posible con el mayor esfuerzo del menor número de personas, con los medios indispensables.

Cae el sol de la tarde joven, a chorros, cargado de humedad, sobre las terrazas pletóricas de fumadores y una tropa numerosa y juvenil de guardias municipales en funciones de custodia de las calles, se enfrenta a la decidida embestida del exceso de automóviles. Todo un hervor, producido por las cámaras de vigilancia, los anuncios de multas en mi opinión desmesuradas y ese dudoso afán peatonalizador, que se entrechocan en una Ciudad con vocaciones contradictorias de lugar de paseo y calma y capital de los servicios de su territorio, con las inevitables prisas y urgencias de esta segunda condición.

Cada vez más figuras y figuraciones a la vuelta de cada esquina, en las plazuelas, que van desde lo pintoresco y lo provocador hasta lo lúdico y lo banal, pasando por la obra de arte y el esperpento. Eso va en gustos, de modo que cada cual masculla su comentario y todos tan felices.

Y cada vez más músicos de esquina: acordeones, guitarras, violines, pequeños grupos, algunos deliciosos, que bordan su interpretación, otros horribles, que apenas permiten distinguir jirones de la melodía a partir de que derrochan el entusiasmo de su rasgueo o su resoplido.

Calor húmedo, entro en el coche y el aire acondicionado me hace toser, como siempre, como cuando era tan joven que ni me fijaba. Qué pena haber pasado por entre tantas cosas admirables, distraído por el propio empuje juvenil y no haberme detenido a mirar y admirar.

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