Napoleón quiso ponernos a todos bajo la bandera de Francia, con la revolución apaciguada por fin y hecho el tránsito desde lo entonces antiguo hasta lo que después fue llegando a empellones y balazos cada vez más disparatados y convertidos progresivamente en bombas que todavía, después de tantos muertos, resultan inimaginables.
Waterloo es una semilla enterrada, el lugar donde la escondieron los europeos, que se alían siempre para acabar con el díscolo o con el soñador o con el iluminado o con quienquiera que ponga en duda que Europa es como es y no cabe que se trate de componerla de otra manera.
Hay ocasiones en que, como esta última, se preguntan si, aprovechando la carrerilla, recién salidos de una horrible experiencia, puesto que han logrado tantos acuerdos provisionales, no sería posible hacer por decisión del conjunto lo que ninguno solo es probable que logre nunca.
En seguida, se invierte el dibujo, se pone patas arriba el organigrama y donde uno quería y los demás no, pasan a querer todos, pero cada uno va encontrando, a medida que se trata de profundizar hacia el meollo del logro, las razones y los motivos que en su opinión desaconsejan la que pareció deslumbrante idea, justo concebida en el momento que parecía tan oportuno, cuando el mundo se había hecho más pequeño, las distancias más cortas, las comunicaciones más fáciles, la competencia en los mercados más dura y difícil.
Ahí estamos. Tan importantes políticos como Sarkozy, se han ido, como hoy cuentan gráficamente los periódicos y además tiene perfecto derecho, a tomar el sol en una playa. Supongo que Frau Merckel se reirá sola, imaginando su cuenta de resultados de este año que han empezado a volver las palomas con ramos de olivo.
Alguien, en mi modesta opinión, con el debido respeto en su caso, debería advertir a alguno de nuestros excelentísimos, ilustres y demás, que, para salir de un laberinto, es de primordial importancia saber por dónde se entra en él.
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