Canta el tiempo su sinfonía en gris mayor y a ratos los violines exhalan el orballu, que no cae, sino flota en el aire y los oboes dicen la melodía de la brisa del nordeste.
Verano de los de aquella niñez, que los guarda en el mechinal de los recuerdos, como plumas mojadas de las cornejas.
Adviertes cómo toman posición los más ladinos de los políticos, se acurrucan junto a la hoguera hacia que arrastran las respectivas sardinas escuálidas de las promesas vacías. Adivinas en los ojos con que te evitan mirar de frente que dudan de si podrán decirte otra vez lo mismo y volverás a encandilarte y hasta es posible, que el hombre es crédulo y de ello viven los malabaristas, los trileros, las loterías, los bingos y las máquinas tragaperras, y cada cual piensa si será esta la ocasión que pintan calva y soñamos al unísono con el cuerno de la abundancia de la bonoloto o del tesoro escondido, de la isla de Stevenson.
Verano triste como unas castañuelas rotas o una guitarra polvorienta, sin cuerdas, “del salón en el ángulo oscuro”. Harpo escribe en sus memorias que le gustaba hablar con la suya, para compensar la ficción de su mudez, contrapunto de la garrulería de Groucho, el que no sería nunca socio de un club que le admitiese a él como socio.
Habrá un glorioso, luminoso, estruendoso mes de agosto, repiten los esperanzados mirando al cielo. Y a alguien le tocarán los botes de las diferentes loterías.
Me conformo con el delicado encanto de los amores del mayor Pettigrew, primera novela deliciosa de Helen Simonson, que nos edita Salamandra y agradezco a Asteroide que nos haya editado “Una temporada para silbar”, de Ivan Doig. ¿Quién ha dicho por ahí que se acabaron los escritores o se van a acabar los libros?
Es un verano para leer. Porque hay un tiempo para reír, otro para llorar, creo que es el Eclesiastés, el que lo dice, el mismo que añade que “hay que dar más a Dios que a los hombres”. Lo que pasa que justo hay que dárselo a través de los hombres, de la otra gente, hermosa gente, dice Saroyan en “La Comedia Humana”, prójimo le llama la Ley.
El orballu, si salgo, pasa bajo el paraguas, se cuela entre el gorro y el cuello del chubasquero y me acaricia el cogote como un soplo frío, que apenas toca, como los besos soñados.
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