Me puse el otro día en la picota de Carrión de los Condes. Me impresionan estos viejos rollos de Castilla la Vieja y Extremadura, donde ponían a los desgraciados para su escarnio y vergüenza. Me impresiona tanto subirme allí como el día que visité la Universidad de Alcalá y me subí al estrado desde que se contestaba a las preguntas de los examinadores que podían conferirte o no los títulos de licenciado o doctor. Una pena, cuando transcurren los años, no haberse tomado el trabajo de hacer un curso y una tesis para hacerse doctor en alguno de los Derechos. Nunca hay tiempo, cuando estás al cien por cien de actividad. Lo repiensas al llegar la vejez, este umbral de lo desconocido donde a veces concede el buen padre Dios el privilegio de pararse a pensar.
Desde este sitio, es aún más fácil que al pirata de Espronceda comprender lo banal que es cuanto peleamos, a una determinada edad, por tratar de ser el número uno. Nos complicamos la vida de modos y maneras increíbles e increíblemente ridículos para forjarnos un porvenir, que decían nuestros mayores. Cuando vivir es una cosa tan sencilla, como se descubre desde el famoso porvenir ese, a que por fin llega uno y es la vejez.
Una etapa que, si le quitas lo que tiene de limitación humillante, cuando no puedes seguirle el paso a alguien, o pierdes el resuello subiendo una escalera, goteas el baño o no puedes caminar y charlar a la vez, es una delicia de paciente calma durante que por añadidura siempre hay alguien dispuesto a preguntarte cosas y darte la impresión de que sabes de esto o de aquello de que en realidad apenas tienes atisbos.Y te dejan subirte a un podio, y, mientras te dure la cuerda y el aliento, contarles las batallitas habituales del abuelo de los tebeos.
Yo no les cuento, si me acuerdo, batalla ninguna. Los niños de las guerras del tremendo siglo XX, que sobrevivimos recorriendo sus linderos, siempre en peligro de que se desviara un proyectil, no alcanzasen los víveres o nos llamasen a filas y combate, no queremos que nos hablen de guerras. Las guerras deberían no haberse librado más que con soldaditos de plomo, cuando más.
La picota de Carrión, como les va pasando, está arrinconada, lejos del centro de la plaza donde tuvo sus momentos de cruel gloria, junto a un prado ameno en que se remansa el sol de las primeras horas de la tarde. Este sol que no mueve el nordeste, como ocurre en otras tierras, por ejemplo la mía. La piedra ahora está seca, sin sangre ni sudor. Miro con atención los mínimos intersticios, las quebraduras de la piedra, sus grietas. No me dicen nada. Es mi imaginación la que se apena del condenado cuya espalda estuvo donde ahora la mía. Solo que yo abro los ojos y hace una plácida tarde de sol, una tarde en que lo que fue porvenir se me ha venido convirtiendo en recuerdos. Me meto en el coche, bajan la temperatura, la ajustan a esta hora de la plácida digestión del salmorejo y las migas. Me quedo ancianamente dormido. Suelo soñar que llegué esta tarde a mi Colegio Mayor, pero no encuentro a nadie conocido ni localizo mi habitación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario