Todo se hace más viejo sin saber cómo, por qué ni cuando. Te acuestas, un día tras otro, y, al despertar, por no sé que arte o qué desastre, eres un poco más viejo, casi nada, pero no te fijas del todo hasta que evidentemente, la cosa ha ido acumulando desperfectos y ahora eres un puñetero anciano resollante en cuanto la calle se inclina en tu contra, y presientes que no podrías correr ni aunque se desmandase el toro que tiene precariamente agarrado de una cadena, a la altura del ollar, su cuidador.
Vienen, sucesivamente, el albañil, el fontanero, el vendedor de materiales de construcción, ponen la casa patas arriba y aún miran con expresión inequívoca de maligno deseo los tabiques que permanecen intactos. A la vista del destrozo, adivino que está en juego más del salario de un mes. Habrá que rebañar de aquí y de allá. Leo una deliciosa primera novela de esas que todavía te hacen reír con el inesperado ingenio teñido de humor de la autora. Pero no la recomiendo todavía. Apenas llevo unas páginas y podría estropearse antes de llegar a la mitad, más o menos, que es cuando ya se puede confiar en la continuidad del acierto o el desacierto de un libro.
Algunos autores nuevos, al llegar a cierto punto, se desmoronan. Debe ser cuando algún personaje se les enfrenta. La primera vez que me lo hizo a mi uno, me disuadió para siempre de volver a intentar escribir más allá de los linderos de un cuento. Una novela puede llevar a límites de esquizofrenia, cuando te obliga a razonar desde el punto de vista de un personaje que no ve las cosas como tú y se te engalla y discute y descubres que hasta en parte podría tener razón.
Lo malo de la razón es su divisibilidad. De pronto, se descubre que el más sólido razonamiento se ha resquebrajado y aparecen toda una multitud de razones que acaban, como los liliputienses, por amarrar y poner en buen recaudo al para ellos gigantesco Gulliver. Y no debe olvidarse que hay casos en que un solo enano, domina, como David a Goliat, a un gigantesco enemigo y otras, como Ulises, hasta puede dejar con tres pares de narices a Polifemo y su tribu de cíclopes, mediante una honda, o con aquella sencilla añagaza del ingenioso Ulises, ya acreditado con lo del caballo con que metió el agua en casa a los troyanos.
Los sofistas fueron en su tiempo verdaderos artistas en el uso de las razones que cabe desgajar del árbol de la razón pura.
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