Dicen que dicen que dicen y aluego naide diz nada, comenta algún andrógino correveidile de mi lugar, de cuya nombre no es que no quiera, sino que ya no me acuerdo de verdad. Son cosas del verano. El verano, por húmedo que venga de nubarrones, nubachas y nordés (el nordés es el viento que dio nombre a la calle del mal abrigo o Malabrigo, de mi pueblo), es tiempo de atragantos y de congojas, paradójico tiempo en que llega el guiri, en grandes grupos, se hace lo posible por que se deje los cuartos, pero no hay más remedio que contratar trabajadores de fuera, porque los del lugar, que se quejan en invierno de no tener trabajo, lo desdeñan en verano porque les obligaría a perderse los festejos.
No me digan que no tiene la triste gracia de la tragicomedia.
Sube, río arriba, un pato foráneo, de cuya identidad sólo ha sospecha algún ilustrado vecino y amigo, notable cazador (Nemrod que todo cazaba), en sus tiempos, y por ello conocedor de gran parte de la flora y la fauna de esta diócesis, y se baña con nuestros curros doméstico, el oco eterno, ese tal Jacinto y las tres ocas que suelen navegar en fila india, y, si os fijáis, cuando dos duermen, la otra vigila, a pocos pasos de oca, con el áspero graznido a punto de alerta, como dicen que ocurrió en tiempos de Maricastaña cuando los gansos del Capitolio de Roma graznaron a rebato y salvaron aquella república.
Mira, dicen sobre todo las señoras de los guiris (las señoras se fijan siempre en todo, están pendientes, vigilan, como la oca supradicha), ¡tienen patos en el río! Pues sí, señora, y hubo tiempo en que además de patos, ocas, nutrias, cormoranes, truchas y muíles, como ahora, amén de sastrecillos y luciérnagas, arañas y aguarones, palomas, gaviotas, lavanderas, gorriones, la garza, ranitas de san Antón, culebras de agua y sapos, teníamos anguilas, que son una especie en este micromundo desaparecida.
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