Ya está ahí otra de las cabezas de la hidra. Se reproducen cuando las cortas, como la hierba mala. Matarán y matarán, insaciables, si no ponemos amor al prójimo en la pócima que cocina el druída de la aldea gala. Lo importante no es vencer, sino convencer. Descubrir que un acto de amor no es nunca el equivalente de una transacción, en que ambas partes ceden de los que defendían como sus respectivos derechos. Un acto de amor es hacer por la felicidad de otros sin pedir nada a cambio.
Dijimos una y otra vez, pero se ríen de la ocurrencia, que las crisis que nos afligen no son únicamente económicas, sino que hay una crisis sociopolítica, peor aún, del sustento moral de lo sociopolítico, dimanante de que se haya decidido por quien corresponda la derogación de los principios sin tener otros con que sustituirlos.
Si no hay unos principios básicos del comportamiento, de la cultura como comportamiento de la mayoría de cualquier grupo social, la gente suele desesperarse, masificarse y hasta puede enloquecer, individual o colectivamente.
Hay que matar a muchos, leo que dijo quien ya lo había hecho poco antes. Y como nadie mata sin motivo, aunque lo haga siempre sin razón ni razones, parece debe imputarse esta espantosa matanza indiscriminada a la desesperación. Para el matador, parece haber sido una batalla contra su enemigo, es decir, contra la sociedad en general, que supo dar respuesta a sus preguntas.
¿Hay más como él? Seguro que sí. En la mayor parte de las falsas salidas del laberinto, donde duerme la desesperación, tal vez disfrazada de bella durmiente del bosque, en realidad bruja envenenada de todos los odios de nuestra parte oscura, nuestro cerebro primero, cruel, reptiíneo, emponzoñado de todos los miedos ancestrales del hombre.
Si aventamos la débil capa de civilización, si desnudamos a la humanidad de una ética de universal aceptación, queda ese agujero negro que se manifiesta ocasionalmente aquí o allá, disfrazado de ataque de locura, perverso síntoma de la pandemia instintiva del hombre sin trascendencia
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