martes, 13 de diciembre de 2011

Agujerito en el temporal y allá que nos vamos, mi chica y yo, ella yendo y viniendo, yo lento, como el caracol en que te convierte la helada indiferencia del tiempo. Y ya de vuelta, me consuela otra vecina de más arriba de mi cuesta, que con sus dos bolsas del hiper, todavía va más despacio. Me siento corredor de maratón, cuando la adelantamos. Mi chica se amedrenta de pronto, ve la cabezota redonda, grande, luminosa, de una columna del alumbrado público e inesperadamente la asusta, recula, me mira, le digo que no hay peligro, mueve el escaso residuo que le dejaron de rabo al nacer y me agradece que la tranquilice, me pasa la cabeza por la pernera del pantalón, vuelve a mirarme, se asegura de que todo está en orden y sigue.

Duermen, como en un villancico, los patos en el río. Las tres ocas, como siempre, dos con la cabeza bajo el ala y la otra vigilante, un poco apartada. Me recuerda las imaginarias del campamento de la milicia universitaria. ¿Contará también, la oca despierta, como yo contaba cuando me tocaba la tercera, que es la peor, más dura, llena de somnolencias, las estrellas?.

Te equivocas siempre, cuando tratas de contar estrellas, ¿Cómo cuadricular el cielo y apartar las que ya están contadas?

Me llaman y liberan de una comida proyectada. Me queda otra, la lectura del pregón de los belenistas y junta del patronato de la Fundación. Hay que comprar regalos de Navidad, escribir a los tres, ¿o eran más, en qué quedamos? Reyes Magos. Cuenta Jon Juaristi, que anduvo releyendo viejos palimpsestos, que con ellos hasta hay quien dice que si no vino la reina de Saba, mandó representantes. En otros sitios se dice que eran astrólogos. La cosa es que llevan miles de años trayendo, incansables, regalos para los niños del mundo. Una de mis nietas, pálida de invierno, se mete en el ordenador a poner orden en la guerra que mantienen los pájaros airados y los gochos ladrones, toda una algarabía de trinos contra gruñidos.

Y en seguida, la Navidad. En el armario rechinante, salseado, húmedo, de la Navidad, enciendes las luces, pones u poco de espumillón y es como un renacimiento de la alegría. Luego te arrellanas en tu rincón, la butaca de mimbre –regalo de Reyes, si recuerdas- y manoseas las cuentas gastadas de las Navidades idas. Pinchábamos serpentinas, no había otra cosa, con chinchetas, en la escayola del techo, hasta la lámpara que le faltaba alguno de los plafones, pero eran tiempos duros. No estaba la gente de humor, pero éramos niños y nos seguían la corriente, que seguro que les costaba ajustar la sonrisa, pero sonreían, y no había mucho turrón, pero había, y el Gaitero proveyó siempre del mejor cuasichampán dulce del mundo mundial, y, cuando lo descorchas, hasta da el pego y suena como en las películas de ricachos y amor. Es curioso, pero ahora mismo tengo que contar que todos los años recuerdo el sabor de un bocado concreto de turrón, la habitación, dónde estaba yo, dónde los demás, y aquel sabor. No me preguntéis por qué. Fue un año, no sé cuál, de aquellos de incertidumbre, escaseces, media luz. Era hermoso que fuese Navidad.

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