lunes, 26 de diciembre de 2011

Por san Esteban, que es hoy, día después de la Navidad, dos días antes de los Santos Inocentes, que nos daban, de niños, la inocentada, seguro, y se colgaban las llufas, con un alfiler doblado, de los faldones de los abrigos, se va la gente de nuevo de casa, como cuando emigraron por primera vez, nuestros hijos, ahora con la escolta de nietos e inquietudes. Por san Esteban, la casa se queda en silencio, asustada, enfrascada en nostalgias inexplicables.

No hace nada, vivíamos con gozo la ilusión de que llegasen cargados de espumillón y villancicos, y ya pasó. Menos mal que quedan las fotografías, un libro, los recuerdos pegados cobre otros recuerdos, el texto de sus voces sobre el palimpsesto donde ya hay tantos textos escritos por tanta gente entrañable, ahora escondida entre los pliegues del tiempo que se forman en la impoluta túnica de la Dama del Alba.

Media luz de esta tarde de invierno. Sol casi apoyado en el horizonte, bajo, sol como de chisporroteo, y, muy de mañana, cuando salí en busca de unos bizcochos, que antes iba en un santiamén y ahora gracias si voy semiarrastrando los pies, había una delgada costra de hielo en los charcos crujientes, Para colmo, pasó de madrugada una inesperada excusión y arrasó con los cruasanes. Los patos, en el río, con la cabeza bajo el ala, las gaviotas sobre las farolas, absortas en su meditación de cada mañana, la garza, que este año se ha traído pareja, en un tejado, inmóviles ambas.


No hay novedades, me dice mi vendedora del periódico, ¿para qué madrugó tanto?

No le digo que a comprar cruasanes y que me diesen bizcochos y unas palmeras que cuando yo niño llamábamos orejas.

Apunta, parece que adelantada, más que nunca, este año, la mimosa de la ladera del monte, donde el argayo grande de cuando a un alcalde se le ocurrió, siendo estudiantes nosotros de bachillerato, tratar de hacer allí un túnel para ir a las playas por otros caminos. El argayo casi le tapa el río. Y como entonces no había maquinaria, una brigada, casi un ejército, tardó un mes en retirar los escombros de la idea del señor alcalde mayor o de quien fuese que se la inspirara a él o al ayuntamiento en pleno. Al jefe de la policía municipal se le ocurrió plantar árboles para contener la tierra. Por eso están allí las mimosas que anuncian cada año la primavera desde el costado más solano del monte.

Por san Esteban queda la Navidad como en suspenso, pendiente de la Epifanía, ahora precedida de los papanoeles que tanto ofenden y enojan a los más castizos. Cada vez más, porque ahora los cuelga la gente de los balcones y las ventanas, como si estuvieran subiendo por la fachada, cargados con sacos de regalos. Lo nuestro, dicen, son los tres Reyes Magos. A mí, sin embargo, me parece que tiene cierto sentido práctico poner regalos durante las fiestas, para que los disfruten los niños a tope durante las vacaciones. Cuando los traen los Reyes, al día siguiente ya hay que volver al cole. No da tiempo a formar el ejército, armar el fuerte, atornillar las piezas del mecano o mudar los pañales del muñeco, que ahora hace pis como los niños de verdad. Mi mujer dice que ella prefería los muñecos de antes, que los muñecos tienen que ser muñecos y los niños ser niños.

Lo que si tendría es que ser cada día víspera de la fiesta y que estuviesen llegando, todos alegres y excitados, el enjambre de hijos, paquetes y nietos, abrumándonos a los viejos, aunque nos dejasen en un rincón, nada más que a mirar, escuchar, absorber el hermoso privilegio de vivir otra Navidad.

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