Cuarto domingo, mañana, Dios mediante, de Adviento. Ayer di con un pregón y un villancico, la bienvenida a la Navidad, con mis mejores deseos para todo el mundo. Lo que pasa es que es éste un mundo de transitoriedades, y todo lo que es transitorio navega por un mar de tristezas, en que no hay más puertos que los de las diversas nostalgias.
El presente, cada momento, tiene los ribetes amarillentos, cuando no ocres de nostalgia de lo que se gasta nada más nacer. Apenas hacemos otra cosa, en nuestro alfar de cada día, en cada vuelta de lendel, que generar recuerdos más o menos antiguos con que alimentamos la esperanza del momento siguiente.
Después, cantaron villancicos. Es tiempo de Navidad. Cuanto muere a lo largo del año, renace en el tiempo de Navidad, este abrir y cerrar de ojos que habías estado esperando y ya está siendo, pero casi ha pasado, al ser.
Hay poca gente por la calle. Se anuncian malos tiempos, de mayor pobreza para demasiada gente. Siempre hay demasiados pobres, y para colmo, alrededor de la pobreza, se forma una corte de milagros, un patio de Monipodio. Un mundo turbio, muy próximo al lindero de la selva social, donde las reglas son más duras, los rencores, las venganzas atroces, porque rigen ahí mismo, a nuestro lado, las leyes de la selva, la del Talión, los agravios imperdonables.
Las noticias se suavizan por el gacetillero de turno, que ya leyó el libro de estilo y asegura que hubo muertos y heridos, pero “no fue más que” un ajusta de cuentas, “no fue más que”, una reyerta entre inmigrantes. Demasiada pobreza que seca los ribetes, las esquinas del grupo social, la “ciudad alegre y confiada”.
-Estás triste. No deberías. Es, tú mismo lo has dicho, Navidad.
-Y tenéis razón. Pero es que justo en Navidad, cuando todos deberíamos estar cantando a coro, es cuando ves más claro que estamos en un lugar de tránsito.
Es difícil este asunto de vivir, este privilegio de vivir, milagroso negocio en que de pronto nos encontramos atrapados, concernidos, complicados … perdidos, como en un laberinto, rodeados de gente y siendo, a la vez, uno más de esa gente que rodea a cada otro, también asustado por nuestro agobiante insistencia, que nos agobia y desorienta, con el temporal encegueciéndonos.
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