Lo que los diferentes partidos políticos llamarán sin duda ambigüedad podría ser un mérito constitucional. La Ley Fundamental de un país debe poder servir para que gobierne cualquiera de los partidos de su presente o futuro abanico político y pueda hacerlo con arreglo a cualquier forma de gobierno. Una ley tan general y apoyada en los principios éticos de la cultura de un grupo social, que sirva para desarrollar con arreglo a cualquier forma de gobierno, cualquier programa político, que al final, cada uno de ellos no puede por definición ser más que otra forma de dirigir la conveniencia del conjunto, con base y apoyo en su acervo cultural.
La Constitución debe delimitar el terreno de juego, la estructura esencial del estado, cualquiera que sea después el modo y la forma de jugar quienes tienen que estar conformes con aquella delimitación y las reglas del juego, que también contendrá la Constitución, sin excluir ninguna por mera opinión de alguien no añadir tampoco ninguna, por capricho de otro alguien, ya sean uno u otro personas físicas o jurídicas.
Imaginaos un partido de fútbol: el reglamento determina la forma y medidas esenciales del estadio y determina las reglas esenciales del juego que Mourinho y Guardiola o cualesquiera otros entrenadores proyectarán, plantearán y sus jugadores desarrollarán cada partido, cada uno a su peculiar manera, con arreglo a su peculiar estilo, de acuerdo con sus capacidades características, pero sin salirse ni del campo de juego ni de sus reglas generales, fundamentales y básicas.
Los tres árbitros, en la Constitución los tres poderes, acomodarán la aplicación de las reglas a los eventos concretos que se produzcan en cada campo y cada partido, los tres coordinados, pero los tres independientes. En la coordinación y la independencia conjugadas de los tres poderes, reside la equidad, que es nada más ni menos que la justicia del caso concreto.
Los Estados Unidos de América no han tenido más que una Constitución. Y han sabido aplicarle las enmiendas oportunas y al parecer suficientes.
Uno de los errores humanos más frecuentes es tratar de blindar y perpetuar lo que no es esencial, sino provisional y por naturaleza transitorio. Sin defender, por contraste, lo que debería permanecer durante siglos y sólo moverse –todo se mueve, muda y cambia- con la poderosa lentitud de la historia.
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